Un chalet en Vicente López
Eso era físicamente la embajada de Haití en ese tiempo de convulsiones que significó la caída de Perón.
Una confortable edificación con un amplio parque, situada en el bucólico paisaje de los privilegiados suburbios septentrionales allende a la capital argentina.
Dato no menor por los hechos que van a sobrevenir es que contaba con una construcción anexa utilizada como garaje, con varias habitaciones en la planta alta.
La tranquilidad del barrio era solo alterada por el estruendoso paso de los coches de una línea de colectivos que sirve para despabilar periódicamente al agente policial de facción ubicado permanentemente frente a la embajada…y también para que uno de esos coches en los hechos que van a sobrevenir juegue con su oportuna aparición en escena, un papel providencial.
A media tarde del lunes 11 de junio golpearon a la puerta del chalet dos hombres. Eran un teniente coronel, Salinas, y un gremialista, García, ambos participantes de la frustrada rebelión de Valle que llegaban a la legación haitiana buscando asilo.
Este les es concedido sin objeción alguna por el embajador Jean Brierre. Los familiares de los refugiados enteran a otros de la generosa disposición encontrada y en las horas siguientes acudieron también a pedir asilo dos coroneles: González y Digier, un capitán, Bruno, y un suboficial, López. Se los alojó en las habitaciones del anexo situadas arriba del garaje.
Al día siguiente Brierre se traslada a la Cancillería a informar formalmente el otorgamiento de asilo a los refugiados en la embajada.
En la madrugada del jueves 14 aparece por la sede diplomática otro perseguido en busca de amparo.
Se trata del general Raúl Tanco, quien llega muy cansado y ganado por una sombría depresión luego de sortear casi de milagro el ser capturado por la parafernalia de fuerzas que el gobierno dispuso para encontrarlo.
Tanco será el último que traspase la reja a la libertad de la embajada, pues inmediatamente esta será rodeada por fuerzas policiales que impiden el paso por la cercanía a los viandantes.
Sin embargo la custodia en si de la sede diplomática desaparece pese a los reclamos infructuosos de Brierre a la Cancillería. El embajador estaba alarmado por los continuos llamados telefónicos anónimos que preguntaban a lo largo de ese día por "el hijo de puta de Tanco".
Anochece la jornada del 14 de junio cuando Brierre abandona la embajada con la finalidad de agregar en Cancillería el nombre de Tanco a la lista de asilados.
Estos, alojados en el anexo, se sienten a resguardo de cualquier peligro ya que esa casa de Vicente López de acuerdo al derecho internacional es territorio extranjero, con mayor precisión: territorio soberano de la República de Haití donde no puede alcanzarlos la represión que impera en la República Argentina.
Se equivocan. A poco de abandonar Brierre la residencia, dos vehículos se estacionan frente a esta, descendiendo de los mismos una veintena de hombres fuertemente armados. Quien comanda el grupo era el general Domingo Quaranta, jefe del temible Servicio de Informaciones del Estado (SIDE), que tras ordenar el retiro del retén policial, penetró violentamente en la sede diplomática, sacando por la fuerza del anexo de la misma a los siete asilados.
Estos fueron obligados a ubicarse a lo largo de la verja exterior. El grupo asaltante se posición frente a ellos preparando sus armas. La intención es fusilarlos allí mismo. Pero en ese instante apareció corriendo desde el interior de la casa, Therese Brierre, la esposa del embajador. Ante la inminencia de lo que se iba a perpetrar, la señora Brierre comenzó a dar gritos desesperados.
El general Quaranta la apartó bruscamente mientras le vomitaba el insulto natural a su mentalidad: "-callate negra hija de puta".
Ante el escándalo un grupo de vecinos se acerca y forma corrillos en el lugar. El jefe de la Side toma entonces una decisión. Parte de su grupo se queda conteniendo al vecindario mientras que el resto parte con los prisioneros hasta la esquina, para allí, sin testigos inoportunos consumar la matanza.
En ese menester están cuando aparece providencialmente un colectivo que se detuvo para bajar pasajeros. Ante esta nueva intromisión a sus planes, El general Quaranta decidió cargar a los secuestrados en el mismo colectivo y llevarlos a otro lugar donde poder impune y "legalmente" perpetrar el asesinato de los mismos.
Ese lugar era un cuartel ubicado en la Capital Federal. Allí los prisioneros fueron identificados y despojados de sus efectos personales. La muerte les rondaba tan de cerca que en uno de los sobres donde se depositaron esos efectos puede leerse: "pertenencias de quien en vida fuera el general Tanco". Ante tan tétrica evidencia, este y sus compañeros de infortunio se van resignando a sumarse a la lista de fusilados.
Pero quien no se resigna es la señora Brierre que por vía telefónica denuncia inmediatamente el hecho a las agencias internacionales de noticias y se comunicó con el ministerio de asuntos exteriores haitiano solicitando su intervención.
Poco después llegaba a la embajada Jean Brierre, que tras ser puesto al corriente del atropello, retoma sobre sus pasos y se dirigió nuevamente a la Cancillería , donde fue recibido por un subsecretario, burócrata menor a quien le exigió la búsqueda y devolución de los secuestrados.
Una confortable edificación con un amplio parque, situada en el bucólico paisaje de los privilegiados suburbios septentrionales allende a la capital argentina.
Dato no menor por los hechos que van a sobrevenir es que contaba con una construcción anexa utilizada como garaje, con varias habitaciones en la planta alta.
La tranquilidad del barrio era solo alterada por el estruendoso paso de los coches de una línea de colectivos que sirve para despabilar periódicamente al agente policial de facción ubicado permanentemente frente a la embajada…y también para que uno de esos coches en los hechos que van a sobrevenir juegue con su oportuna aparición en escena, un papel providencial.
A media tarde del lunes 11 de junio golpearon a la puerta del chalet dos hombres. Eran un teniente coronel, Salinas, y un gremialista, García, ambos participantes de la frustrada rebelión de Valle que llegaban a la legación haitiana buscando asilo.
Este les es concedido sin objeción alguna por el embajador Jean Brierre. Los familiares de los refugiados enteran a otros de la generosa disposición encontrada y en las horas siguientes acudieron también a pedir asilo dos coroneles: González y Digier, un capitán, Bruno, y un suboficial, López. Se los alojó en las habitaciones del anexo situadas arriba del garaje.
Al día siguiente Brierre se traslada a la Cancillería a informar formalmente el otorgamiento de asilo a los refugiados en la embajada.
En la madrugada del jueves 14 aparece por la sede diplomática otro perseguido en busca de amparo.
Se trata del general Raúl Tanco, quien llega muy cansado y ganado por una sombría depresión luego de sortear casi de milagro el ser capturado por la parafernalia de fuerzas que el gobierno dispuso para encontrarlo.
Tanco será el último que traspase la reja a la libertad de la embajada, pues inmediatamente esta será rodeada por fuerzas policiales que impiden el paso por la cercanía a los viandantes.
Sin embargo la custodia en si de la sede diplomática desaparece pese a los reclamos infructuosos de Brierre a la Cancillería. El embajador estaba alarmado por los continuos llamados telefónicos anónimos que preguntaban a lo largo de ese día por "el hijo de puta de Tanco".
Anochece la jornada del 14 de junio cuando Brierre abandona la embajada con la finalidad de agregar en Cancillería el nombre de Tanco a la lista de asilados.
Estos, alojados en el anexo, se sienten a resguardo de cualquier peligro ya que esa casa de Vicente López de acuerdo al derecho internacional es territorio extranjero, con mayor precisión: territorio soberano de la República de Haití donde no puede alcanzarlos la represión que impera en la República Argentina.
Se equivocan. A poco de abandonar Brierre la residencia, dos vehículos se estacionan frente a esta, descendiendo de los mismos una veintena de hombres fuertemente armados. Quien comanda el grupo era el general Domingo Quaranta, jefe del temible Servicio de Informaciones del Estado (SIDE), que tras ordenar el retiro del retén policial, penetró violentamente en la sede diplomática, sacando por la fuerza del anexo de la misma a los siete asilados.
Estos fueron obligados a ubicarse a lo largo de la verja exterior. El grupo asaltante se posición frente a ellos preparando sus armas. La intención es fusilarlos allí mismo. Pero en ese instante apareció corriendo desde el interior de la casa, Therese Brierre, la esposa del embajador. Ante la inminencia de lo que se iba a perpetrar, la señora Brierre comenzó a dar gritos desesperados.
El general Quaranta la apartó bruscamente mientras le vomitaba el insulto natural a su mentalidad: "-callate negra hija de puta".
Ante el escándalo un grupo de vecinos se acerca y forma corrillos en el lugar. El jefe de la Side toma entonces una decisión. Parte de su grupo se queda conteniendo al vecindario mientras que el resto parte con los prisioneros hasta la esquina, para allí, sin testigos inoportunos consumar la matanza.
En ese menester están cuando aparece providencialmente un colectivo que se detuvo para bajar pasajeros. Ante esta nueva intromisión a sus planes, El general Quaranta decidió cargar a los secuestrados en el mismo colectivo y llevarlos a otro lugar donde poder impune y "legalmente" perpetrar el asesinato de los mismos.
Ese lugar era un cuartel ubicado en la Capital Federal. Allí los prisioneros fueron identificados y despojados de sus efectos personales. La muerte les rondaba tan de cerca que en uno de los sobres donde se depositaron esos efectos puede leerse: "pertenencias de quien en vida fuera el general Tanco". Ante tan tétrica evidencia, este y sus compañeros de infortunio se van resignando a sumarse a la lista de fusilados.
Pero quien no se resigna es la señora Brierre que por vía telefónica denuncia inmediatamente el hecho a las agencias internacionales de noticias y se comunicó con el ministerio de asuntos exteriores haitiano solicitando su intervención.
Poco después llegaba a la embajada Jean Brierre, que tras ser puesto al corriente del atropello, retoma sobre sus pasos y se dirigió nuevamente a la Cancillería , donde fue recibido por un subsecretario, burócrata menor a quien le exigió la búsqueda y devolución de los secuestrados.
Oficialmente el gobierno de Aramburu afirmaba no tener nada que ver con el episodio, prometiendo "investigarlo" . Pero Brierre no se conformó con esa promesa. Protestó con vehemencia, interesando al mismo tiempo en el asunto a la embajada de Estados Unidos.
Solo entonces el gobierno faccioso de Aramburu asume el escándalo internacional al que su torpeza y su sed de venganza para con los vencidos, estaba dando lugar.
Cerca de esa gélida medianoche, los prisioneros que desde su traslado hacía horas al cuartel, esperaban en la intemperie del patio de armas el momento de su fusilamiento (ahora sí a punto de concretarse tras ser dos veces postergado en esa jornada), fueron llevados a una oficina, donde el alma les volvió al cuerpo al ver aparecer al embajador Jean Brierre acompañado de dos burócratas argentinos: el subsecretario de Relaciones Exteriores y el jefe de Ceremonial del Estado, que con hipócrita solemnidad le "devuelven" a aquel sus asilados.
Uno de estos le comenta al embajador Brierre que les han hecho firmar bajo coacción declaraciones, lo cual está vedado por el derecho internacional.
Brierre manifiesta que hay que romper las mismas. Los burócratas se oponen hasta que la firmeza y decisión que denota la voz del haitiano impone su destrucción.
Minutos después en dos automóviles iluminados en la tenebrosa noche de una Argentina dividida por la refulgente luz grana y azul de la bandera haitiana, hacinados a tal punto que alguno de ellos viaja literalmente en las rodillas del embajador, siete argentinos escapan de la muerte y vuelven a entrar en la vida.
Solo entonces el gobierno faccioso de Aramburu asume el escándalo internacional al que su torpeza y su sed de venganza para con los vencidos, estaba dando lugar.
Cerca de esa gélida medianoche, los prisioneros que desde su traslado hacía horas al cuartel, esperaban en la intemperie del patio de armas el momento de su fusilamiento (ahora sí a punto de concretarse tras ser dos veces postergado en esa jornada), fueron llevados a una oficina, donde el alma les volvió al cuerpo al ver aparecer al embajador Jean Brierre acompañado de dos burócratas argentinos: el subsecretario de Relaciones Exteriores y el jefe de Ceremonial del Estado, que con hipócrita solemnidad le "devuelven" a aquel sus asilados.
Uno de estos le comenta al embajador Brierre que les han hecho firmar bajo coacción declaraciones, lo cual está vedado por el derecho internacional.
Brierre manifiesta que hay que romper las mismas. Los burócratas se oponen hasta que la firmeza y decisión que denota la voz del haitiano impone su destrucción.
Minutos después en dos automóviles iluminados en la tenebrosa noche de una Argentina dividida por la refulgente luz grana y azul de la bandera haitiana, hacinados a tal punto que alguno de ellos viaja literalmente en las rodillas del embajador, siete argentinos escapan de la muerte y vuelven a entrar en la vida.
El legado de los Brierre
Jean Brierre no tuvo la suerte de esos siete argentinos. Regresó a su país en donde como tantos otros intelectuales y políticos haitianos sufrió a partir de 1957 la persecución y el encarcelamiento por parte del nuevo hombre fuerte de su atribulada tierra, Francois Duvalier.
A principios de los sesenta fue expulsado al exilio. Este como ya expresáramos, adoptó la forma -gracias a una generosa invitación de su amigo Léopold Senghor- de un fecundo cuarto de siglo de residencia senegalesa.
Allí Brierre continuó con su labor literaria, dando a luz en este período algunas de sus mejores obras. Senegal impuso en mérito a su labor cultural en 1998 el premio "Jean Brierre de Poesie", destinado a fomentar las inquietudes de jóvenes valores en África y América.
En 1986 con el peso de los años a cuestas y la nostalgia por su patria, Jean Brierre retornó a Haití donde falleció en plena transición de la dictadura a la democracia, a fines de 1992. La muerte le impidió ver a su país encauzado en un rumbo por el que había luchado toda su vida.
En la Argentina había sido casi olvidado hasta que en 1964 el historiador revisionista Salvador Ferla rescató el protagonismo que tuviera él con su esposa en los hechos de junio de 1956, dedicándoles varios parágrafos de su libro Mártires y Verdugos.
Sin embargo Ferla, más allá de lo encomiable de su intención, muestra la actuación del matrimonio Brierre bajo una óptica paternalista y un apenas disimulado racismo.
Así en su relato Brierre es "un negro que tiene alma, nobleza, bondad…Acaso para castigar la soberbia racial de algunos blancos Dios produce casos como este", y en el epílogo del episodio es "el negro (que) los saca (a los prisioneros) del infierno blanco".
De las condiciones y antecedentes intelectuales de Brierre, no dice una palabra. La señora del embajador es "una mujer de color" y finalmente una "!negra linda y virtuosa!", definición que en algún modo recuerda, aunque en sentido contrario, el insulto brutal pero menos hipócrita que un asesino como Domingo Quaranta le espetó a Therese Brierre.
En esa misma sintonía opera una ficción construida al calor del "luche y vuelve" por Rodolfo Walsh a principios de la década del 70, cuando pone en boca de Brierre, sin citar fuente ni circunstancia la siguiente definición: "nosotros como descendientes de esclavos no podemos ser otra cosa que peronistas". Frase muy encomiable desde el punto de vista de la épica política, pero evidentemente adaptada.
Tarde llegó el homenaje del pueblo argentino a Jean Brierre.
Recién en el año 2004, en el bicentenario de la independencia de la primera republica latinoamericana, de la primera república negra del mundo, el Congreso Nacional, la Cancillería y el Concejo Municipal de la Ciudad de Buenos Aires recordaron con sendas placas su nombre.
Resonó entonces en esos recintos, como una voz espectral surgida de lo más recóndito de la razón y la justicia el argumento esgrimido en 1956 por el embajador ante el gobierno dictatorial argentino: "No porque Haití sea una nación pequeña va a permitir semejante atropello. Por el contrario, los pequeños países deben ser respetados escrupulosamente porque son pequeños, para que el derecho sea un imperativo moral y no de fuerza."
Jean y Therese Brierre demostraron a todos los argentinos con la ejemplar conducta mantenida en una época lamentable de nuestra historia, que los derechos humanos no se actúan, se ejercen.
Jean Brierre no tuvo la suerte de esos siete argentinos. Regresó a su país en donde como tantos otros intelectuales y políticos haitianos sufrió a partir de 1957 la persecución y el encarcelamiento por parte del nuevo hombre fuerte de su atribulada tierra, Francois Duvalier.
A principios de los sesenta fue expulsado al exilio. Este como ya expresáramos, adoptó la forma -gracias a una generosa invitación de su amigo Léopold Senghor- de un fecundo cuarto de siglo de residencia senegalesa.
Allí Brierre continuó con su labor literaria, dando a luz en este período algunas de sus mejores obras. Senegal impuso en mérito a su labor cultural en 1998 el premio "Jean Brierre de Poesie", destinado a fomentar las inquietudes de jóvenes valores en África y América.
En 1986 con el peso de los años a cuestas y la nostalgia por su patria, Jean Brierre retornó a Haití donde falleció en plena transición de la dictadura a la democracia, a fines de 1992. La muerte le impidió ver a su país encauzado en un rumbo por el que había luchado toda su vida.
En la Argentina había sido casi olvidado hasta que en 1964 el historiador revisionista Salvador Ferla rescató el protagonismo que tuviera él con su esposa en los hechos de junio de 1956, dedicándoles varios parágrafos de su libro Mártires y Verdugos.
Sin embargo Ferla, más allá de lo encomiable de su intención, muestra la actuación del matrimonio Brierre bajo una óptica paternalista y un apenas disimulado racismo.
Así en su relato Brierre es "un negro que tiene alma, nobleza, bondad…Acaso para castigar la soberbia racial de algunos blancos Dios produce casos como este", y en el epílogo del episodio es "el negro (que) los saca (a los prisioneros) del infierno blanco".
De las condiciones y antecedentes intelectuales de Brierre, no dice una palabra. La señora del embajador es "una mujer de color" y finalmente una "!negra linda y virtuosa!", definición que en algún modo recuerda, aunque en sentido contrario, el insulto brutal pero menos hipócrita que un asesino como Domingo Quaranta le espetó a Therese Brierre.
En esa misma sintonía opera una ficción construida al calor del "luche y vuelve" por Rodolfo Walsh a principios de la década del 70, cuando pone en boca de Brierre, sin citar fuente ni circunstancia la siguiente definición: "nosotros como descendientes de esclavos no podemos ser otra cosa que peronistas". Frase muy encomiable desde el punto de vista de la épica política, pero evidentemente adaptada.
Tarde llegó el homenaje del pueblo argentino a Jean Brierre.
Recién en el año 2004, en el bicentenario de la independencia de la primera republica latinoamericana, de la primera república negra del mundo, el Congreso Nacional, la Cancillería y el Concejo Municipal de la Ciudad de Buenos Aires recordaron con sendas placas su nombre.
Resonó entonces en esos recintos, como una voz espectral surgida de lo más recóndito de la razón y la justicia el argumento esgrimido en 1956 por el embajador ante el gobierno dictatorial argentino: "No porque Haití sea una nación pequeña va a permitir semejante atropello. Por el contrario, los pequeños países deben ser respetados escrupulosamente porque son pequeños, para que el derecho sea un imperativo moral y no de fuerza."
Jean y Therese Brierre demostraron a todos los argentinos con la ejemplar conducta mantenida en una época lamentable de nuestra historia, que los derechos humanos no se actúan, se ejercen.
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