Escribe Teodoro Boot: Hace 21 años, en la noche del 24 al 25 de diciembre de 1992, el alma del doctor Jean-Fernand Brierre se trasladó al mundo de los muertos. Lo hizo sin ayuda de ninguna clase: si bien ocurrió en Haití poco después del primer derrocamiento del presidente Jean Bertrand Aristide, ya hacía años que Jean Claude Duvallier se encontraba en el exilio y el Barón Samedi parecía haber desaparecido del mundo de los vivos.
El doctor Brierre es ocasional y esporádicamente recordado en Argentina, donde estuvo al frente de la delegación diplomática de Haití entre 1954 y 1956. Para no ser menos, nosotros también pretendemos evocarlo con esta caprichosa edición de algunos fragmentos de la novela Sin árbol, sombra ni abrigo, que tal vez sea publicada en el próximo año.
Cabe aclarar que
algunos detalles han sido exagerados y/o distorsionados (por ejemplo, los
asilados no fueron alojados en las habitaciones de una construcción anexa al
chalet de la embajada, sino, "por razones de seguridad", me puntualizó el
suboficial Andrés López, en el mismo chalet en que residía el embajador) pero en
líneas generales el relato se basa en hechos reales.
Sepan disculpar la
extensión: téngase presente que la versión original abarca muchísimas más
páginas. Y, en todo caso, que la lectura no es obligatoria.
Jean Brierre y los asilados en la embajada de Haití
Jean Brierre y los asilados en la embajada de Haití
Sin sombra... es parte de la saga iniciada con Espérenme que ya vuelvo |
El general
Quaranta
El general Domingo Quaranta era el jefe del Servicio de Informaciones del Estado que en junio de 1956 a la cabeza de un grupo armado irrumpiría en la embajada de Haití, en la localidad de Vicente López.
Vicente López era el nombre
del autor del himno nacional argentino y no tenía la menor relación con Haití.
Haití, que en lengua taína
significa “montaña en el mar”, es el nombre del primer país americano que en un
mismo acto declaró su independencia y abolió la
esclavitud.
Con el tiempo, gracias a la
tala indiscriminada de los bosques, la sobreexplotación de sus recursos, el
monocultivo y la ayuda internacional, llegó a ser un exótico desierto tropical
en el que las lluvias arrastran periódicamente toneladas de barro de las laderas
de las montañas, sepultando las casas y sus habitantes. Ostenta varios récords:
el de pobreza, el de mortalidad infantil, el de analfabetismo, el de enfermos de
Sida, y así.
Tampoco nada de esto tiene
la menor relación con el autor del himno nacional argentino ni con la localidad
de Vicente López.
Dos años antes de que el
general Quaranta descubriera que existía en el planeta tierra algo llamado
Haití, el gobierno de ese país decidió comprar una casa en la localidad de
Vicente López.
El gobierno de Haití no se
dedicaba a las operaciones inmobiliarias: necesitaba esa casa para residencia de
su embajador.
El embajador del país más
pobre de América se disponía a pasar un par de plácidos años en la París del
Plata, capital del que en 1954 era indiscutiblemente el más próspero país
latinoamericano.
El doctor Jean Brierre
estaba muy lejos de imaginar que dos años después daría asilo a siete de los
conspiradores involucrados en el intento de golpe de estado dirigido por el
general Juan José Valle.
Ocurrió así: a media tarde
del lunes 11 de junio dos personas golpearon las puertas del chalet de Vicente
López, aprovechando la distracción, el desinterés o acaso la complicidad del
policía de consigna en la vereda de la embajada. Eran el teniente coronel
Alfredo Salinas y el gremialista Efraín García. Habían participado del
levantamiento y solicitaban asilo político. El joven doctor Brierre se los
otorgó de inmediato y sin necesidad de pensarlo mucho: el día anterior, en una
comisaría de Lanús, habían sido ultimados el teniente coronel José Albino Irigoyen,
el capitán Jorge Miguel Costales, Dante Hipólito Lugo, Clemente Braulio Ros,
Norberto Ros y Osvaldo Alberto Albedro.
El Dr. Brierre no lo podía
creer y así se lo había dicho a su esposa, Therese: “No lo puedo creer”, pero en
francés.
Como para que el doctor
Brierre terminara de creer lo que estaba ocurriendo, esa misma mañana del lunes
11 eran fusilados en Campo de Mayo los coroneles Eduardo Alcibíades Cortines y
Ricardo Ibazeta, los capitanes Néstor Cano y Eloy Luis Caro, el teniente primero
Jorge Leopoldo Noriega y el teniente músico Néstor Videla. Pronto le llegarían
noticias del fusilamiento en la Penitenciaría Nacional del sargento músico
Luciano Rojas, el sargento ayudante Isauro Costa y el sargento carpintero Luis
Pugnatti.
¿Qué clase de régimen sería
ese, capaz de fusilar músicos y carpinteros? se preguntaba el doctor Brierre,
todavía sin conocer la verdadera cantidad de muertos, cuando a media tarde dos
aterrados conspiradores se presentaron en la puerta de su casa a solicitar asilo
político.
Picha y Canela
Picha y Canela
El coronel Alfredo Salinas y
el gremialista Efraín García fueron alojados en las habitaciones de una
construcción anexa al chalet de la embajada de Haití, en la planta alta de un
amplio garaje. Una vez instalados, y mientras llegaban noticias de los
fusilamientos en la Escuela de Mecánica del Ejército, Therese Brierre les
facilitó el teléfono: le costaba poco imaginar el nerviosismo y desesperación de
sus esposas y familiares.
Salinas se comunicó con su
esposa informándole de la novedad. Rápidamente, la esposa de Salinas habló con
las esposas de otros implicados y esa misma noche se fueron presentando en la
embajada los coroneles Fernando González y Agustín Arturo Digier, el capitán
Néstor Bruno, y el suboficial mayor Andrés López.
El suboficial mayor Andrés
López tampoco tenía la menor relación con Vicente López. Eso era lo que le
explicaba al doctor Brierre:
–Soy suboficial mayor del
glorioso ejército argentino. Presté servicios a órdenes directas del general
Perón como encargado del destacamento militar de la residencia
presidencial.
–Sí, sí –asintió el doctor
Brierre–, pero ¿esto?
–Ah –exclamó López dando un
tirón a las correas con las que sujetaba a dos pequeños e inquietos caniches–.
Son Picha y Canela. El General los debe estar extrañando un
montón.
El doctor Brierre no
entendía qué debía hacer con los perros.
–Ellos también tienen
derecho al asilo político –insistió López.
Jean Fernand Brierre era un
político, intelectual y diplomático muy seguro de sí mismo, pero en esos
momentos se sentía vacilar y las palabras no acudían a su boca con la fluidez
suficiente como para formar una oración comprensible y medianamente lógica.
El inconveniente del doctor
Brierre para armar una oración dotada de la mínima coherencia no estaba en su
manejo del idioma castellano sino en su cerebro. El cerebro del doctor Brierre
se encontraba en óptimas condiciones, pero no conseguía procesar la clase de
información que recibía de sus sentidos. La información que la vista y el oído
del doctor Brierre enviaban a su cerebro era que un suboficial mayor del
ejército argentino pedía asilo político para dos perros
caniche.
La raza es lo de menos,
pensó el doctor Brierre, procurando librarse del menor atisbo de discriminación,
mientras trataba de recordar si algún tratado internacional contemplaba una
situación semejante.
–Mi país le puede dar asilo
político –atinó a decir el doctor Brierre mientras en el franco rostro de López
se dibujaba una sonrisa de alivio–… a usted, pero los
perros…
–¿Usted no tiene chicos?
–preguntó sorpresivamente el suboficial mayor López.
–¿Chicos?
–Sí, hijos
chicos.
–Ah –comprendió el embajador
Brierre–. Sí, tres.
–Los perritos son macanudos,
ideales para que jueguen los chicos –dijo López con aire de vendedor de tienda–.
Además, están muy bien educados. Imagínese, si son del
General…
–Pero el derecho de asilo…
–¡Son los caniches del
General! –exclamó López–. Si los descubren los gorilas seguro que los
fusilan.
El embajador se detuvo,
sorprendido. Ese hombre debía estar en lo cierto: un gobierno que fusilaba
músicos, carpinteros y electricistas, era perfectamente capaz de fusilar
perros.
–Pase, que le voy a tomar
los datos –dijo. Y ante la mirada interrogativa de López, agregó–: Ellos
también.
–Fenómeno, esta es Picha, y
este, Canela. Pero se los entrego con una condición –repuso López ante el
boquiabierto embajador, sorprendido de que el refugiado le pusiera condiciones–:
que sus pibes los tengan y jueguen todo lo que quieran, pero en cuanto sea
posible, usted me garantice que se los llevará al General.
El embajador
asintió.
–Los quiere con locura
–añadió López.
Al día siguiente el doctor
Brierre se trasladó a la Cancillería a informar formalmente el otorgamiento de
asilo a los refugiados en la embajada, aunque absteniéndose de mencionar a Picha
y Canela. De regreso, comunicó a los asilados el resultado de sus gestiones:
“Habrá que esperar el salvoconducto para que les permitan salir del
país”.
Todos respiraron aliviados,
incluido el embajador, quien pronto se enteraría de que a las 22.20, después de
entregarse para detener la ola de asesinatos, el general Juan José Valle había
sido fusilado en la Penitenciaría de Las Heras. Todo terminó, se dijo, y volvió
a sus ocupaciones habituales.
Pero no todo había
terminado: quince días después, el 28 de junio, Aldo Emil Jofré aparecería
ahorcado en la celda de la Unidad Regional Lanús en la que estaba detenido desde
la noche del 9 de junio.
Las ocupaciones del doctor Brierre
Las ocupaciones del doctor Brierre
No es sencillo imaginar
cuáles podrían ser las ocupaciones habituales de un embajador, pero sí las del
doctor Bierre: a sus 47 años Jean‑Fernand Brierre era un veterano militante
anticolonialista que con su poesía celebraba el color de su piel y denunciaba la injerencia
norteamericana en Haití.
Ni Salinas, ni García, ni
González, Digier, Bruno o López, ni tampoco el canciller Podestá Costa, ni el
general Aramburu y mucho menos el general Quaranta tenían la menor idea de que
el embajador de
Haití, así como lo ven, era, junto a Nicolás Guillén y Aimé Césaire uno de los
grandes poetas caribeños que, reivindicando su herencia africana, se proponían
recuperar la dignidad escamoteada a los afrodescendientes, sometidos durante
siglos a la esclavitud, el desprecio y la discriminación. Autor de Chansons
Secrètes, Black Soul y Les Aïeules, mientras los refugiados se
distraían con alguna partida de truco, en su amplio despacho Jean‑Fernand
Brierre corregía las pruebas de galera de La Source, que sería publicado
ese mismo año y es considerada una de las más altas expresiones de la poesía del
Caribe.
Fue así que mientras el
doctor Brierre corregía las pruebas de galera de La Source, y los asilados llevaban ya
dos días jugando al truco y se interrogaban sobre su futuro, en la madrugada del
jueves llegó a las puertas de la embajada un hombre de aspecto fatigado, mediana
edad y mediana estatura, enfundado en un sobretodo gris. Tras saludar al todavía
solitario vigilante de consigna y tocó el timbre del chalet de Vicente
López.
“¡Qué de haitianos hay en
este barrio!”, se sorprendió el agente de facción, preguntándose qué clase de
país sería Haití. Debía estar en Norteamérica, porque el que más veces entraba y
salía era todavía más negro que Archie Moore, el campeón mundial de los
mediopesados que se encamaba con el que te dije.
Como todos ustedes saben,
también los policías tenían prohibido pronunciar el nombre de Perón, aunque para
ser exactos, lo que no podían pronunciar era el apellido, porque cualquiera
podía decir Juan gozando de la más completa libertad de
opinión.
Decir Juan Domingo era otro
cantar, y ya nadie se animaba a presentarse en el registro civil para anotar a
un Juan Domingo. Le podrían aplicar el 4161.
Visto el decreto 3855/55 por
el cual se disolvía el Partido Peronista en sus dos ramas en virtud de su
desempeño y su vocación liberticida, y considerando que en su existencia
política, actuando como instrumento del régimen depuesto, se valió de una
intensa propaganda destinada a engañar la conciencia ciudadana para lo cual creo
imágenes, símbolos, signos y expresiones significativas, doctrinas, artículos y
obras artísticas, el decreto ley 4161 procedió a penar con prisión de un mes a
seis años y multa de quinientos a un millón de pesos la utilización de las
imágenes, símbolos, signos, expresiones significativas, etcétera,
etcétera.
El decreto 4161 no decía
nada acerca de anotar como Juan Domingo a un recién nacido, pero convenía
cuidarse en salud. De manera que a los Juanes Domingo se les decía simplemente
“Juan”, aunque no faltaban los liberticidas que, desafiantes, los llamaran
familiarmente “Pocho”.
Cuando en la madrugada del
jueves 14 se presentó en las puertas de la embajada un hombre de mediana
estatura y aspecto cansado, el agente de facción que también tenía prohibido
decir Perón, no podía saber que se trataba del general liberticida Raúl Demetrio Tanco,
que había esquivado casi milagrosamente el cerco de las fuerzas desplegadas por
el gobierno para detenerlo. Era, en ese momento, el insurrecto más buscado del
país.
Una habitación para el general
Una habitación para el general
Al comprobar que el
movimiento revolucionario había fracasado, mientras Valle se refugiaba en el
domicilio de su amigo Andrés Gabrielli, en pleno centro porteño, Tanco se había
dirigido a Berisso, a casa de Alberto Prodia, quien coordinaba en esa ciudad los
grupos civiles de apoyo a la sublevación. Ahí, por boca de Prodia, se enteró de
los primeros fusilamientos.
¿Y ahora qué mierda hago?,
se preguntó Tanco, solo y aislado en la barriada obrera, donde había conseguido
cobijo y comida pero donde también pronto sería descubierto. Poco le costó
comprobar cuál era el destino que le tenían reservado sus ex compañeros de
armas.
¿Y ahora qué mierda hago?,
se repetía el general.
El que sabía qué hacer era
un periodista, escritor y viejo agitador político que había tenido que buscar
refugio en el Uruguay. Se presentó en el hotel Bristol de Montevideo con un
acompañante.
–Vengo a reservar una
habitación –dijo–. Para mí y para el general Tanco.
–¿Su
nombre?
–Soy el doctor Arturo
Jauretche. Y el señor es el general Raúl Demetrio Tanco –insistió–, de
nacionalidad argentina.
La noticia de que Tanco
había conseguido escapar al Uruguay y se alojaba en el hotel Bristol de
Montevideo cruzó muy rápidamente de una orilla a la otra y desconcertó a los
organismos encargados de capturar al escurridizo general.
Excepto la Dirección General
Impositiva y Obras Sanitarias de la Nación, los organismos abocados a capturar
al escurridizo general eran casi todos los del Estado, empezando por la policía
de la provincia de Buenos Aires, dirigida por el coronel Desiderio Fernández
Suárez, quien a las once de la noche del 9 de junio, dos horas antes de que
entrara en vigencia la Ley Marcial, había detenido personalmente a una docena de
hombres y ordenó ametrallarlos en un descampado de José León Suárez por
considerarlos cómplices de Tanco.
Los agentes de la SIDE, que
habían tenido el infortunio de estar presentes, soportaban el estallido de ira
del general Quaranta al enterarse de que Tanco se había alojado en el hotel
Bristol de Montevideo. Mientras, el verdadero Tanco, enfundado en un sobretodo
gris, tomaba en la estación de La Plata un tren con destino a
Constitución.
Eran poco más de las 22
horas. En ese momento, a 50 kilómetros de ahí, en el patio de la Penitenciaría
Nacional, el general Valle caía abatido por las balas del pelotón de
descompuestos infantes de marina encargados de fusilarlo. Había rechazado con
desprecio el capote militar que le ofrecieron y enfrentó al pelotón cubierto por
el sobretodo de su amigo Carlos Rovira.
Tanco llegó sin
inconvenientes a Constitución, donde tomó el 60 que lo llevaría a Vicente López.
En la madrugada del jueves, tras caminar desde la avenida Maipú, se presentó en
las puertas de la embajada de Haití.
Raúl Tanco sabía tan poco de
Haití y de su embajador como cualquier otro, y si se arriesgó a viajar desde La
Plata, atravesando después toda la ciudad, esperanzado en encontrar refugio en
la embajada de ese pequeño país, fue porque también él estaba en contacto con
las aterradas esposas y familiares de los demás refugiados.
También debían estarlo los
servicios de inteligencia.
Poco después de que Tanco
ingresara a la residencia, ésta fue rodeada por fuerzas policiales que impedían
el paso de vehículos y peatones. En su estudio, el doctor Jean Fernand Brierre
era continuamente sobresaltado por el teléfono que no dejaba de sonar.
Una y otra vez, del otro
lado de la línea, una voz amenazante preguntaba por el hijo de puta de Tanco,
así, como lo oyen.
Por la tarde, Brierre pidió
a su chofer que preparara el automóvil para llevarlo hacia Buenos Aires; debía
presentarse en la Cancillería para agregar el nombre de Raúl Tanco a la lista de
asilados políticos. Apenas traspuso las rejas que franqueaban el amplio jardín,
advirtió que las fuerzas policiales habían desaparecido. Lejos de
tranquilizarlo, el descubrimiento lo llenó de inquietud: también había
desaparecido la custodia habitual.
No tenía objeto volver
atrás. ¿Qué podía hacer, fuera de reclamar a la Cancillería por el retiro de la
custodia? Protestaría personalmente. Y no podía demorar mucho más en agregar a
la lista de asilados el nombre de Tanco.
Tanco. Nada menos, se dijo
el embajador Brierre.
Nada menos
Nada menos
¡Tanco! ¡Nada menos!,
exclamó el general Quaranta.
El general Domingo Quaranta
tenía un cerebro de peso standard y volumen aparentemente normal, que no
funcionaba con normalidad. Convocó a un grupo de sus hombres e irrumpió en la
legación diplomática de Haití en momentos en que, en el Palacio San Martín, el
embajador comunicaba que también el señor Raúl Demetrio Tanco, de profesión,
militar, se encontraba asilado por el gobierno de
Haití.
El grupo de agentes de la
SIDE se dirigió directamente a la construcción anexa a la residencia del doctor
Brierre y sacó violentamente a los refugiados de las habitaciones que ocupaban
sobre el garaje. Las barajas quedaron desparramadas por el
piso.
–Pero la puta que lo parió
–bufó García. Había recibido 32 de mano.
A los empujones, el
contrariado García, los coroneles Salinas, González y Digier, el capitán Bruno,
el suboficial López y el general Raúl Tanco fueron llevados hasta la calle y
alineados en la vereda, de espaldas al muro de ladrillos de la embajada, y
obligados a colocar las manos en sus nucas. Tres de los veinte hombres con que
Quaranta había realizado el inusual procedimiento se apostaban en medio de la
vereda, con sus metralletas en la cintura, listos a descargar sus ráfagas sobre
los detenidos.
–Tanco –murmuraba el
sonriente general Quaranta–. Ahora vas a ir a hacerle revoluciones a san
Pedro.
Su deficiente cerebro estaba
enviado señales eléctricas al general Domingo Quaranta.
Las señales decían:
fusílelos acá mismo.
“Acá mismo” era la embajada
de Haití.
Los agentes de la SIDE
apuntaron sus metralletas, pero Therese Brierre, esposa del embajador, irrumpió
a los gritos, tratando de librar a Domingo Quaranta de las señales eléctricas de
su deficiente cerebro.
–Antes tendrán que matarme a
mí –exclamó la mujer interponiéndose entre los refugiados y las bocas de las
metralletas.
El general Domingo Quaranta
la apartó de un empujón.
–¡Callate, negra hija de
puta! –dijo.
Si la Revolución Libertadora
había sido hecha para que el hijo del barrendero fuera barrendero y los
suboficiales siguieran siendo suboficiales y no pretendieran dar órdenes a los
oficiales, era de sentido común que los negros debían seguir siendo negros, y no
embajadores.
El tumulto llamó la atención
de transeúntes y vecinos.
–Vamos a la esquina –ordenó
Quaranta.
Con las manos entrelazadas
detrás de la nuca, los detenidos caminaron en fila india hacia la esquina
rodeados de los agentes, ante las miradas de vecinos y curiosos. De haber
conocido el barrio, Quaranta habría llevado a los hombres hacia la menos
transitada esquina opuesta, donde podría haberlos ametrallado con comodidad,
pero nadie puede saberlo todo, y menos que nadie, el jefe de la Secretaría de
Informaciones del Estado.
Apenas llegados a la
esquina, Quaranta ordenó a los detenidos colocarse contra la ochava. Un par de
ráfagas, y listo el pollo, se dijo, cuando un colectivo se detuvo en medio de la
calle. El chofer no podía apartar su vista de las ametralladoras de los agentes
de la SIDE, de la hilera de hombres con las manos sobre sus cabezas y del grupo
de vecinos que aguardaba a prudente distancia, sobre la calle Monasterio. No
podía ver el chisporroteo que sus deterioradas terminales nerviosas provocaban
en el cerebro del general Quaranta, pero sí podía ver al general, forcejeando en
la vereda con una mujer negra.
Negra de mierda
Negra de mierda
El general Quaranta no
llevaba uniforme, por lo que el chofer del colectivo no podía saber que se
trataba de un general, pero Therese Brierre era ostensiblemente negra. Una mujer
negra, alta y elegante forcejeando en la vereda con un hombre de aspecto
desquiciado ante un público compuesto de vecinos, transeúntes y hombres armados,
tenía que llamar la atención de cualquiera. Curiosamente, pensó el chofer, los
siete hombres alineados sobre la ochava parecían indiferentes al tumulto y
permanecían con las manos sobre sus cabezas. El chofer demoró pocos segundos en
asociar esa imagen con los fusilamientos que se habían sucedido en los días
anteriores.
–Los van a fusilar –gritó,
sorprendido y a la vez excitado. No todos los días era posible ver un
fusilamiento.
Desde que el 1 de febrero de
1931, cuando los anarquistas Severino Di Giovani y Paulino Scarfó habían caído
muertos en el patio de la Penitenciaría Nacional, no había tenido lugar en el
país ninguna clase de fusilamiento. Pero en esos días de junio, no se hablaba de
otra cosa.
–La puta que lo parió
–seguía bufando García–. Tenía 32 de mano.
A su lado, López
sonrió:
–Te salvaste. Yo ligué un
siete y un seis de espadas.
–Siempre el mismo
mentiroso.
–¡Cállense! –gritó Quaranta,
apartando una vez más de su lado a Therese Brierre. Al hacerlo, giró a medias y
su mirada se cruzó con la del boquiabierto chofer del colectivo. Sobresaltado
por el brillo enloquecido de los ojos de Quaranta, el chofer colocó primera.
Quaranta lo encañonó con su pistola reglamentaria.
–¡Alto! –gritó. Y
rápidamente agregó, dirigiéndose a uno de sus agentes– Incaute ya mismo ese
colectivo. Nos llevamos a los insurrectos a otro lado.
Algunos agentes bajaron sin
contemplaciones a los pasajeros mientras los detenidos, encañonados por las
ametralladoras, subían por la puerta delantera.
El grupo de vecinos se
acercaba más y más. Su presencia intimidaba a Quaranta, quien, en prueba de que
no había perdido del todo la cordura, creía contraproducente fusilar a los
insurrectos en plena calle y ante tantos testigos.
–Vamos –ordenó
Quaranta.
Debido al nerviosismo, el
chofer desembragó con brusquedad, el colectivo dio un salto hacia adelante y
Quaranta estuvo a punto de caer al piso. Se aferró con su mano izquierda al
parante detrás del asiento del chofer, al que no dejaba de encañonar con su
pistola reglamentaria.
Los hombres y en especial
las mujeres del vecindario habían rodeado el colectivo, al que golpeaban con
furia.
El rostro de Bruno se
ensombreció. Estaba sentado junto a una ventanilla, a la que había abierto
apenas, para dejar entrar un poco de aire.
–¿Qué dicen? –preguntó
Salinas a su lado.
–Piden que nos fusilen
–susurró Bruno.
Ajeno a la popularidad que
hubiera tenido el ametrallamiento de los detenidos, prueba de que las gentes
distinguidas sí habían perdido completamente la cordura, Quaranta urgía al
chofer a alejarse del lugar.
–Vamos, siga para
allá.
Varios asientos más atrás,
López protestó.
–Nos llevan para el río.
Estos hijos de puta nos van a fusilar en la costa.
García cerró los ojos y
suspiró.
–Está cortada en Libertador
–dijo el chofer que, como López, parecía leer la mente del general
Quaranta.
Todo parecía planeado por el
mismo diablo peronista para que Quaranta no pudiera cumplir su
cometido.
–Vuelva atrás –ordenó al
chofer–. Vamos a la capital.
Al llegar a Madero, el
colectivo dobló a la izquierda, volvió a doblar en Arenales y subió hacia
Maipú.
En la vereda de la embajada,
Therese Brierre continuaba gritando, rodeada por los
vecinos.
–Les salauds! Ils les ont
pris pour les tuer! Sans parler du viol de la souveraineté d’Haïti! –exclamó antes de entrar
corriendo en la residencia, desde donde se comunicaría con el Ministerio de
Relaciones Exteriores de su país, denunciando la violación a la soberanía de
Haití a las agencias periodísticas internacionales.
–Negra de mierda –gritaban
los elegantes y educados vecinos y vecinas de Vicente López.
El colectivo comandado por
Quaranta cruzó por Puente Saavedra y siguió por Cabildo en dirección al centro.
Al llegar a Dorrego, dobló hacia José María Campos y entró por una puerta
lateral al Regimiento 1, deteniéndose en la sala de guardia, donde los detenidos
fueron debidamente identificados.
–Ponga sus pertenencias en
un sobre –dijo el oficial de guardia al general Raúl
Tanco.
Tanco le dio su billetera,
unos pocos billetes, un par de monedas y su pañuelo.
–El cinturón –exige el
oficial.
Tanco se saca el cinturón,
que junto a sus restantes pertenencias, son metidas en el sobre. El oficial toma
una lapicera y escribe. Tanco alcanza a leer:
“Pertenencias de quien en vida fuera el general Raúl
Tanco”.
Me deja helado
El ministro de Relaciones
Exteriores era Luis Alberto Podestá Costa,
un almibarado especialista en Derecho Internacional que no podía creer que veía
lo que veía ni oía lo que oía.
Lo que veía era al embajador
Brierre, y no era que lo creyera una alucinación. Si bien había asumido su cargo
hacía pocos meses, Podestá Costa ya había visto en varias oportunidades al
embajador de Haití sin jamás creerlo una alucinación. Claro que nunca antes el
doctor Brierre había golpeado el escritorio del doctor Podestá
Costa.
El doctor Podestá Costa no
estaba acostumbrado a que le golpearan el escritorio pero no era eso lo que lo
llevaba a creer al indignado doctor Brierre un producto fantástico de su
imaginación. Era lo que el doctor Brierre decía.
Haití es un pequeño país
maltratado por la historia, el desvalido chivo emisario de un misterioso pecado
original latinoamericano, un insignificante flato en el concierto de las
naciones.
–No porque Haití sea una
nación pequeña va a permitir semejante atropello –exclamó Jean Brierre ante el
desconcertado canciller Luis Alberto Podestá Costa–. Los pequeños países deben
ser respetados en forma escrupulosa justamente porque son pequeños, para que el
derecho sea un imperativo moral y no de fuerza.
El doctor Podestá Costa no
tenía dificultades en escuchar lo que decía el doctor Brierre, pues éste usaba
un tono de voz unos cuantos decibeles por encima de los niveles diplomáticos
recomendados. Tampoco tenía dificultades para interpretarlo, pues el castellano
del doctor Brierre era sorprendentemente bueno y, en todo caso, Podestá Costa
hablaba el francés como el mejor catedrático de la Sorbona. Simplemente, el
doctor Luis Alberto Podestá Costa estaba incapacitado de creer que el embajador
Jean Brierre le estuviese diciendo lo que le estaba
diciendo.
–Me deja helado –murmuró el
doctor Luis Alberto Podestá Costa–. Nunca pensé que llegarían tan
lejos.
El doctor Luis Alberto
Podestá Costa se comunicó de inmediato con el general Aramburu y lo dejó helado.
Así lo admitió el propio
general Aramburu, aunque se abstuvo de completar la cita: nadie llegaría más
lejos que él mismo.
Treinta y un fusilados en
dos días es un record difícil de igualar.
Más no se podía hacer
Más no se podía hacer
En el regimiento 1, los
siete prisioneros, ateridos de
frío en el largo banco de madera de la guardia, se incorporaron lentamente.
Tanco caminaba con dificultad, sujetándose los pantalones. Fue el único que
debió entregar el cinturón.
–Ta que los parió –murmuró,
seguro de que se lo habían quitado para humillarlo–. Si me pongo firme frente al
pelotón, con los brazos al costado y sacando pecho, para que vean cómo muere un
general de la nación, voy a terminar fusilado en
calzoncillos.
Morir en calzoncillo no es
un buen final para la vida de un militar, un digno corolario de una carrera tan
limpia como la suya. Era eso justamente lo que no le perdonaban: nada tenían
contra él, más que su adhesión desinteresada al movimiento liberticida, que era
más adhesión a la ley y a la Constitución que a las ideas de ningún partido
político. Al menos, no se había dedicado a chuparle las medias a nadie con tal
de ser condecorado con una medalla de la lealtad por el mismísimo Tirano
Prófugo, como hicieron Aramburu y Rojas.
Morir en calzoncillos, pensó
con un estremecimiento al recordar que llevaba cuatro días y cuatro noches con
la misma ropa interior.
El general Tanco se apoyó
contra la pared del patio junto a sus compañeros. Era la tercera vez en el día
que se aprestaban a fusilarlos. Sin embargo, tampoco en esa oportunidad llegó la
orden, y no porque al general Quaranta le faltaran ganas. Hasta un cerebro de
tan deficiente funcionamiento como el del general Quaranta podía comprender que
no tenía autoridad para ordenar el fusilamiento de nadie dentro del regimiento y
comenzó a pensar si no hubiera sido conveniente cerrarle la boca de un cachetazo
a esa negra de mierda y acabar de una buena vez con el asunto en la vereda misma
de la embajada.
El general Quaranta se salía
de la vaina, pero quienes pronto habrían sido en vida Tanco, Salinas, García,
Digier, González, Bruno y el hinchapelotas de López seguían de pie, apoyados
contra la pared del patio. Una pared que parecía haber sido construida con el
específico propósito de fusilarlos.
Dos soldados a cargo de un
suboficial custodiaban a los detenidos. Y de paso al general
Quaranta.
Una azarosa combinación de
sustancias químicas permitió que el cerebro del general Quaranta hiciera un
razonamiento. El razonamiento fue: “Algo pasa, si no llega la orden, ninguna
orden”.
En la oficina de guardia
retiró el papel en el constaba la entrega de los prisioneros y subió al
colectivo. El chofer, ya aterrado por los veinte agentes de la SIDE armados de
ametralladoras con los que había compartido la espera, estuvo al borde de una
crisis cardiaca cuando el general Quaranta volvió a trepar al
colectivo.
–A Plaza de
Mayo.
El chofer abrió la
boca.
–¿A Plaza de Mayo? –repitió
con un hilo de voz.
–Afirmativo –contestó
Quaranta.
–Pero
eso…
Silenciado por la mirada del
general Quaranta, el chofer puso en marcha el vehículo. “A qué mierda querrá ir
a Plaza de Mayo”, pensó.
El general Quaranta no se
dirigía a Plaza de Mayo a tomar el poder con sus veinte agentes armados de
ametralladoras, ni tampoco a ver al presidente. A esas horas, el presidente
debía dormir. El presidente había dormido mucho en esos últimos
días.
El general Quaranta iba a
sus oficinas a aguardar el desarrollo de los acontecimientos. Había detenido al
hombre más buscado del país y lo había entregado en una unidad del ejército.
–Más no puedo hacer –dijo
Quaranta.
El chofer hizo como que no
lo había oído.
¿Se volvieron locos?
¿Se volvieron locos?
En la medianoche del 14 de
junio, los detenidos llevaban varias horas contra la pared del patio contiguo a
la guardia del regimiento de Patricios. Para Tanco, especialmente, el día había
sido demasiado largo y agotador. Sintió que sus piernas ya no lo sostendrían por
mucho tiempo. Además, hacía frío y tenía la mano casi congelada de sostener los
pantalones por la cintura.
El oficial de servicio se
asomó al patio:
–Sargento, traiga a los
prisioneros.
Los detenidos giraron hacia
la izquierda y en el orden en que estaban, caminaron hacia la guardia.
Encabezaba la fila el sindicalista Efraín García.
–El negro –dijo García no
bien pisó la guardia. Instintivamente se había detenido, por una fracción de
segundo y López casi se lo llevó por delante.
–¿Qué hacés?
Caminá.
–El negro –repitió
García.
En medio de la sala de
guardia, flanqueado por el subsecretario de
Relaciones Exteriores, el jefe de Ceremonial del Estado, el general Loza y el
teniente coronel Clifton Goldner, el embajador Jean Brierre aguardaba a sus
refugiados.
–Le hacemos formalmente
entrega de los asilados –dijo con impostada solemnidad el
subsecretario.
El doctor Brierre no
contestó. Era un caballero y un representante diplomático. Hubiera estado fuera
de lugar mandar a la mierda a un alto funcionario de la cancillería
argentina.
López se plantó delante del
embajador Bierre y se cuadró como si el embajador Brierre fuese el mismísimo
general Perón.
–Lamento no haber podido
cumplir con el compromiso que contraje con su país –dijo en voz fuerte y
clara.
¿Qué compromiso?, se
preguntó el embajador, pero temiendo que López tuviera más perros que asilar, no
preguntó nada y lo miró interrogativamente.
–Al solicitar asilo político
me comprometí con el gobierno de Haití a no hacer declaraciones –explicó
López.
Los demás detenidos
asintieron.
–Nos interrogaron y nos
hicieron firmar.
Brierre abrió muy grandes
los ojos y se volvió hacia el subsecretario de Relaciones Exteriores. La
intervención del coronel González lo dejó con la palabra en la
boca.
El coronel González sacó
pecho:
–Lo único que declaré es que
estoy bajo la protección del gobierno de Haití. Y me negué a firmar cualquier
papel.
–Es cierto, no firmó nada
–confirmó López, que había adquirido cierta familiaridad con el embajador y ya
se sentía asistente suyo. En cualquier momento le organizaría la custodia de la
embajada.
El embajador seguía
escuchando. Al fin alcanzó a cerrar la boca y se volvió hacia el subsecretario
de Relaciones Exteriores:
–Lo que han hecho constituye
una inadmisible violación del derecho de asilo. Entrégueme ya mismo esas
declaraciones.
El subsecretario de
Relaciones Exteriores miró al jefe de Ceremonial del Estado. Si esperaba una
respuesta, un consejo o una directiva, el desconcertado subsecretario no la
conseguiría: el jefe de Ceremonial del Estado no podía ordenarle nada pues era
su subordinado.
Desolado, el subsecretario
recordó el salto en el asiento que había dado el canciller Luis Alberto Podestá
Costa al recibir la llamada del embajador de los Estados
Unidos.
El embajador de los Estados
Unidos ya no era Spruille Braden sino Willard L. Beaulac, quien la semana
anterior había reemplazado al frente de la legación a Albert F.
Nufer.
–¿Se volvieron locos?
–preguntó el embajador Beaulac, a quien en su azoramiento el canciller Podestá
Costa confundió con Nufer.
Los únicos privilegiados
Los únicos privilegiados
El año anterior, a las 10 de
la mañana del 16 de junio de 1955, poco antes de que el Beechcraft AT11
piloteado por el capitán de fragata Néstor Noriega lanzara la primera bomba
sobre Plaza de Mayo, el embajador Albert F. Nufer se había presentado en Casa de
Gobierno para hacer entrega al presidente argentino de un obsequio del
presidente norteamericano Dwight Eisenhower: dos revólveres, reliquias de la
guerra de secesión.
Los revólveres de la guerra
de secesión eran de acción simple y sus cañones carecían de estrías, por lo que
afinar la puntería más allá de los 20 metros era casi como encomendarse a Dios;
aun de encontrarse en perfectas condiciones de uso, no le habrían sido de
ninguna utilidad a Perón para repeler a los veinte monomotores biplaza North
American AT‑6, los seis bimotores de observación y bombardeo Beechcraft AT‑11 y
los tres bombarderos anfibios Catalina con los que la Marina de Guerra intentaba
matarlo bombardeando la Plaza de Mayo.
De todas formas, el
canciller Luis Alberto Podestá Costa estaba convencido de que el embajador
Albert F. Nufer también era peronista, pero siendo el embajador de los Estados
Unidos, era perfectamente lógico que al creer estar escuchando su voz diera un
salto en el asiento.
–¿Se volvieron locos? –había
preguntado el embajador Beaulac con la voz del embajador peronista Albert F.
Nufer, justo en el mismo momento en que el embajador peronista Jean Brierre
golpeaba la tapa de su escritorio formulándole la misma
pregunta.
Con aire abatido, el
subsecretario de Relaciones Exteriores exhaló un profundo
suspiro.
–Entregue al señor embajador
las declaraciones de estos siete individuos –dijo al general
Loza.
–Yo me negué a declarar
–insistió el coronel González–. Y no firmé nada.
–De estos seis individuos
–corrigió el desconsolado subsecretario de Relaciones
Exteriores.
El general Loza reprimió su
deseo de vaciar el cargador de su pistola Ballester Molina sobre el embajador de
Haití, el subsecretario de Relaciones Exteriores, el jefe de Ceremonial del
Estado y los siete insurrectos, incluido el que no había firmado nada, y ordenó
al teniente coronel Clifton Goldner que trajera las declaraciones. El teniente
coronel Clifton Goldner se lo ordenó al oficial de guardia, el oficial de
guardia repitió la orden al sargento de guardia, quien la repitió al cabo, el
cabo a un soldado y así sucesivamente hasta que, de regreso y escalando
escrupulosamente la línea de mando, las declaraciones de los insurrectos
llegaron a manos del embajador Jean Brierre.
El embajador Jean Brierre
tomó los papeles entre los largos dedos de su mano derecha y con la izquierda
procedió a rasgarlos en forma vertical. Los dobló a continuación en dos y
siempre con la mayor parsimonia y ostentación los metió en el bolsillo derecho
de su saco.
–Suban a los automóviles de
la embajada –dijo a continuación.
Precavido, a fin de poder
trasladar a todos los asilados, el embajador había concurrido acompañado de su
secretario privado, quien llevaba su propio automóvil.
–Antes, que nos devuelvan
las cosas –reclamó Tanco, que seguía sujetándose los pantalones con una
mano.
–Señor embajador –susurró
meloso, ajeno al reclamo de Tanco, el subsecretario de Relaciones Exteriores–,
le recuerdo que únicamente su automóvil tiene inmunidad diplomática.
El suboficial de guardia
retiró los sobres de un armario y fue entregando los contenidos a cada uno de
los interesados.
–El gobierno argentino
–proseguía diciendo el subsecretario de Relaciones Exteriores– no puede
garantizar la seguridad de quienes viajen en el automóvil de su secretario
particular.
López miró con sospecha al
secretario del embajador mientras el suboficial de guardia le entregaba sus
pertenencias al general Tanco.
–Démelas con el sobre –dijo
Tanco con aire distraído.
El suboficial estuvo a punto
de obedecer el pedido del general que, tras tantos años de vida militar, había
sonado a orden, pero lo pensó a tiempo. Retiró el contenido del sobre, entre el
que se encontraba el ansiado cinturón, sonrió con picardía y tiró al cesto de la
basura el sobre que había contenido las pertenencias “de quien en vida fuera el
general Raúl Tanco”.
Los asilados se dirigieron
hacia el Cadillac de la embajada seguidos del embajador, quien continuaba
flanqueado por el subsecretario de Relaciones Exteriores y
el jefe de Ceremonial del Estado. Al llegar al automóvil, se produjo un momento
de confusión. El vehículo era amplio, pero ellos eran siete, sin contar al
chofer y al propio embajador.
El chofer abrió la puerta
trasera para dar paso al embajador. Tras él lo hicieron García, Salinas, Bruno y
González, mientras Digier, López y Tanco se ubicaban en el asiento
delantero.
Atrás, González no terminaba
de subir ni, mucho menos, de cerrar la puerta.
–Che, córranse un poco –dijo
González.
Los demás se apretujaron lo
más posible, pero recién cuando García se sentó en las rodillas del embajador,
González pudo cerrar la puerta.
Mientras el automóvil salía
del cuartel y tomaba por Dorrego, solitaria y en penumbras, todos se mantuvieron
en silencio, casi conteniendo la respiración. Al llegar a Avenida Libertador el
Cadillac dobló a la izquierda y avanzó a toda velocidad. Estaban ya en marcha
rumbo a Vicente López, sin haber sufrido ningún
inconveniente.
López, sentado sobre las
piernas de Tanco, se dio vuelta y miró a García, subido a las huesudas rodillas
del doctor Brierre.
–Ya decía yo que en el
peronismo los únicos privilegiados eran los sindicalistas.
Climas acordes con su organismo
Climas acordes con su organismo
Por consejo del embajador
Brierre, los salvoconductos de los asilados no fueron expedidos para que se
dirigieran a la cada vez más empobrecida República de Haití sino a Venezuela
que, por entonces, disfrutaba de bastante prosperidad debido al alza de los
precios del petróleo.
Naturalmente, el embajador
se abstuvo de pedir los salvoconductos para Picha y Canela, pero tiempo después
se ocuparía de llevarlos personalmente hasta Caracas, una vez que se viera
obligado a abandonar la legación diplomática de Haití en Buenos
Aires.
Debido a su decidida
intervención a favor del derecho de asilo, que salvó la vida de los refugiados,
Jean Fernand Brierre fue declarado persona no grata por el presidente Pedro
Eugenio Aramburu, el vicepresidente Isaac Francisco Rojas y el canciller Luis
Alberto Podestá Costa, y tuvo que abandonar el país.
Por su parte, el embajador
estadounidense Willard L. Beaulac, que había bregado por el respeto al derecho
de asilo con casi tanta vehemencia como Brierre, no sufrió ninguna clase de
represalia.
–El peronista era el otro
–explicó Luis Alberto Podestá Costa aludiendo al ex embajador Albert F. Nufer.
El presidente Aramburu y el vicepresidente Rojas asintieron con gesto de
comprensión: hasta donde sabían el embajador Williard L. Beaulac no había sido
objetado por el periódico La Vanguardia.
Desde 1896 La Vanguardia era
el órgano oficial del Partido Socialista. A través de los años había sido
dirigido por Juan B. Justo, Nicolás Repetto, Enrique Del Valle Iberlucea, Mario
Bravo, etcétera, etcétera.
A partir de su reaparición
el día 20 de octubre de 1955, luego de ser clausurado por el Tirano Prófugo,
había asumido la dirección Américo Ghioldi.
Desde las páginas de La
Vanguardia Américo Ghioldi se convirtió en el campeón de la Revolución
Libertadora, pero no era el único socialista empeñado en la defensa a ultranza
del nuevo régimen: el socialista Alfredo Palacios había sido designado embajador
en Uruguay, José Luis Romero era interventor en la Universidad de Buenos Aires,
Rómulo Bogliolo integraba el Directorio del Banco Central, Leopoldo Portnoy era
director nacional de Política Económica y Financiera, Arturo L. Ravina
secretario de Economía y Finanzas de la Municipalidad de Buenos Aires, Andrés
Justo administrador de Transportes de Buenos Aires, Andrés López Acotto,
director de Vigilancia de Precios de la Provincia de Buenos Aires, Carlos
Sánchez Viamonte, miembro de la Comisión de Estudios Constitucionales designada
por el gobierno para anular la Constitución, Nicolás Repetto, Ramón Muñiz,
Alicia Moreau de Justo, nada menos que compañera sentimental del Fundador, y el
propio Américo Ghioldi, integraban la Junta Consultiva Nacional, organismo
asesor del gobierno militar presidido por el vicepresidente Isaac Francisco
Rojas.
Y
así.
Los socialistas en general y
Américo Ghioldi en particular, convencidos de que la letra con sangre entra,
celebraban el agotamiento de la leche de la clemencia cuando vino a aparecer el
embajador de un país intrascendente a arruinarles el
escarmiento.
En el editorial de La
Vanguardia del 16 de junio Américo Ghioldi se congratulaba de la generosidad del
gobierno argentino, que había tenido la deferencia de entregar al impertinente
embajador de Haití a los insurrectos arrestados en la casa particular del
embajador no obstante, escribió el director, “no tener signo exterior que lo
identificara como una sede que goza de los derechos de extraterritorialidad”, ya
que Jean Brierre “se había mudado hacía pocos días” y que a pesar de todo el
gobierno había hecho entrega de los detenidos, “incluyendo el general Tanco”, se
escandalizó Ghioldi, “a quien seguramente le correspondía la aplicación de la
pena de muerte”.
Al indignado embajador
Brierre le costó poco demostrar la falsedad de las afirmaciones de La
Vanguardia: vivía en la residencia de la calle Monasterio desde hacía dos años,
la casa tenía visibles en su frente el escudo y la bandera de Haití, lo que
hacía inverosímil “que los asaltantes que invadieron mi casa fuertemente armados
para cumplir su vandálico acto pudiesen ignorar que estaban violando una sede
diplomática”.
La desfachatez del negro
hijo de puta indignó a Américo Ghioldi, que contestó la nota señalando que el
embajador “es un conspicuo admirador de Juan Domingo Perón y de Eva Perón y que
el chalet donde funciona la embajada se lo alquiló a un peronista prófugo en la
actualidad, hombre que ha andado en negocios con los primates del peronismo”.
En obvia sintonía ideológica
con Domingo Quaranta, Américo Ghioldi acabó alegrándose de que “la esposa y un
hijo del embajador, a quienes no les sienta bien nuestra ciudad, se ausentan en
estos días del país rumbo a climas cálidos acordes a su
organismo”.
Cuando el 19 de julio el
embajador abandonaba definitivamente nuestro país, Américo Ghioldi anunció
exultante que “a los argentinos libres no les sienta bien la presencia del
embajador Brierre, cuyas actividades y juicios peronistas hemos puntualizado en
un comentario reciente. De modo pues que todos saldremos ganando con el viaje
del embajador”.
Pocos días después, un
sonriente suboficial López recibía en Caracas a Picha y Canela, los caniches del
General. Los había llevado personalmente el doctor
Brierre.
López abrazó efusivamente al
embajador.
–No sabe lo agradecido que
le estoy –con lágrimas en los ojos, López se cuadró–. La República de Haití, a
la que le debo la vida, puede contar conmigo en cualquier circunstancia. Doctor
Brierre, desde ya, estoy a su disposición.
Por un momento, Jean Brierre
pensó si la experiencia del suboficial argentino no sería valiosa para el pueblo
haitiano, empeñado en una nueva lucha contra una nueva dictadura. Pero desechó
la idea rápidamente y se despidió de López, a quien ya no volvería a
ver.
–Dele mis saludos al
presidente Perón –dijo Brierre.
–¡No sabe lo contento que se
va a poner!
Los hombres de la bolsa
Los hombres de la bolsa
La perrita Picha falleció en
Ciudad Trujillo, donde Perón debería refugiarse luego de verse obligado a
escapar de Caracas. Perón pidió una pala y en el jardín del hotel, al pie de un
árbol, cavó un pequeño hoyo, depositó el cuerpo de
la perrita, lo cubrió de tierra y la sembró con semillas de flores argentinas
que el periodista Américo Barrios le había llevado desde Buenos
Aires.
Ciudad Trujillo era la
capital de República Dominicana, donde el generalísimo prócer de la patria
Rafael Leonidas Trujillo aceptaría asilar a Perón cuando en Venezuela un golpe
de estado acabara con la presidencia de Marcos Pérez Jiménez.
El generalísimo prócer de la
patria Rafael Leonidas Trujillo era el sangriento autócrata que gobernaba el
país y Ciudad Trujillo el nombre con el que, en 1930, tras una noche de excesos,
había rebautizado a Santo Domingo.
La República Dominicana
ocupa los dos tercios orientales de la isla La Española, descubierta por
Cristóbal Colón un 12 de octubre de 1492.
Cristóbal Colón era un
comerciante genovés que al servicio de España se internó en el Atlántico para
llegar a Japón. En el camino se topó con una isla a la que nombró La Española.
Es constantemente recordado y homenajeado por un acto involuntario que los
indios taínos habían llevado a cabo voluntariamente 800 años antes y sin tanta
alharaca.
El tercio occidental de la
isla descubierta en el siglo VII por los indios taínos es ocupado por Haití,
donde en esos momentos era derrocado el general Paul Eugène Magloire y pronto
asumiría la presidencia el médico François Duvalier, quien con el tiempo sería
conocido como Papá Doc y tenido como la auténtica encarnación del Barón Samedi.
El Barón Samedi es uno de
los espíritus intermediarios entre los hombres y Bondye, el regente del mundo
sobrenatural. Pero no es un espíritu cualquiera, sino un omnisciente espíritu de
la muerte y el sexo violento, un obsceno y siniestro dios del porno duro
aficionado a la ingesta excesiva de ron.
Samedi tiene también el don
de la resurrección. Si lo encontramos de buen humor, puede prolongarnos la vida
indefinidamente. En caso contrario, cavará antes de tiempo nuestras tumbas,
donde seremos enterrados vivos o, peor todavía, nos convertirá en zombies,
muertos vivientes eternamente a su servicio.
De recordarse el carácter
sádico del Barón, su afición al sexo y los numerosos símbolos fálicos de los que
se rodea, se advertirá, sin necesidad de ulteriores comprobaciones, lo dolorosa
que puede llegar a ser la existencia de un zombi.
Extrañamente, el Barón es
tenido por ser un juez tan cruel y sádico como sabio, y un gran mago de
comportamiento grosero y libertino que no niega su amor a ninguna mujer
hermosa.
Para el Barón Samedi, todas
las mujeres de la tierra son hermosas.
Para cumplir sus fines,
tiene bajo su control una legión de espíritus. Visten de negro y usan anteojos
oscuros, como el propio Barón, al que ayudan a llevar a los muertos al mundo
terrenal.
Françoise Duvallier tenía a
su servicio una legión de espíritus que lo ayudaban a llevar a los vivos al
mundo de los muertos.
Los espíritus al servicio de
Françoise Duvallier vestían de negro como él y también llevaban anteojos para el
sol. Formalmente llamados Voluntarios de la Seguridad Nacional, eran conocidos
como Tonton Macoutes, literalmente, “los hombres de la
bolsa”.
En los casi 30 años en los
que el Barón Samedi y su hijo reinaron en Haití, los hombres de la bolsa
despacharon hacia el mundo de los muertos a más de 150 mil almas.
Négrerie
Négrerie
Jean‑Fernand Brierre, quien
había pasado 9 años en prisión durante sucesivos gobiernos conservadores a raíz
de sus actividades políticas, estuvo a punto de ser una de las almas que los
hombres de la bolsa trasportaban al mundo de los muertos, pero ha de haber
encontrado al Barón de buen humor ya que, tras otros cuatro años de cárcel, fue
expulsado de su país y se refugió en Jamaica.
En 1964 el autor de Black
Soul, Dessalines nous parle, La Source, Le drapeau de Derain, Chansons secrètes,
In the Citadel’s Heart, Pétion y Bolívar, Adiós a La Marsellesa, se radicó
en Senegal.
La república de Senegal
había proclamado su independencia el 20 de agosto de 1960. El presidente del
flamante país era Léopold Sédar Senghor, un poeta que en 1934, en París, había
creado junto a Aimé Césaire, Léon Gontran Damas y Jean‑Fernand Brierre la
revista “L'Etudiant noir”, en la que el grupo desarrollará la idea de la
negritud, introducida por Césaire en su obra
Négrerie.
Para la época en que Jean
Brierre se radicaba en Senegal, en el hospital de la ciudad de Argel otro
miembro del grupo y viejo amigo de Brierre y de Césaire, el médico siquiatra
Franz Fanon, realizaba importantes estudios sobre los efectos desquiciantes del
colonialismo en las psiquis de los colonizados y colaboraba activamente con el
Frente de Liberación Nacional de Argelia.
El doctor Brierre no
necesitó leer los estudios de su amigo sobre los efectos desquiciantes del
colonialismo: había sido testigo de ellos.
En Senegal, Brierre fue
director de la programación cultural de la Radiodifusión Nacional, directivo del
Departamento de Artes y Letras, y consejero del Ministerio de Cultura. Entre
otras obras, publicó Découvertes, Nouveau
Black Soul, Aux Champs pour Occide, Images d'argile et d'or, Un Noël pour Gorée,
Sculptures de proue, Un autre monde.
Ya anciano, regresó a Haití,
desde donde, sin ayuda del Barón Samedi, se trasladó hacia la tierra de los
muertos en el transcurso de la noche del 24 al 25 de diciembre de
1992.
En mérito a su importante
labor cultural, Senegal impuso en 1998 el premio “Jean Brierre de Poesie”,
destinado a fomentar las inquietudes de jóvenes escritores africanos y
americanos.
En la Argentina, el doctor
Jean Brierre y su esposa Therese, insultados por generales, diplomáticos y
dirigentes socialistas, son a veces recordados en los actos de agradecimiento
peronistas como los negros de alma blanca que salvaron la vida de los siete
refugiados en la embajada de Haití.
Mayor falta de respeto,
imposible.
Extraído de: www.pajarorojo.info