domingo, 29 de diciembre de 2013

LA NOVELA DE LA RESISTENCIA PERONISTA. Sin árbol, sombra ni abrigo (fragmento)




Escribe Teodoro Boot: Hace 21 años, en la noche del 24 al 25 de diciembre de 1992, el alma del doctor Jean-Fernand Brierre se trasladó al mundo de los muertos. Lo hizo sin ayuda de ninguna clase: si bien ocurrió en Haití poco después del primer derrocamiento del presidente Jean Bertrand Aristide, ya hacía años que Jean Claude Duvallier se encontraba en el exilio y el Barón Samedi parecía haber desaparecido del mundo de los vivos.
El doctor Brierre es ocasional y esporádicamente recordado en Argentina, donde estuvo al frente de la delegación diplomática de Haití entre 1954 y 1956. Para no ser menos, nosotros también pretendemos evocarlo con esta caprichosa edición de algunos fragmentos de la novela Sin árbol, sombra ni abrigo, que tal vez sea publicada en el próximo año.
Cabe aclarar que algunos detalles han sido exagerados y/o distorsionados (por ejemplo, los asilados no fueron alojados en las habitaciones de una construcción anexa al chalet de la embajada, sino, "por razones de seguridad", me puntualizó el suboficial Andrés López, en el mismo chalet en que residía el embajador) pero en líneas generales el relato se basa en hechos reales.
Sepan disculpar la extensión: téngase presente que la versión original abarca muchísimas más páginas. Y, en todo caso, que la lectura no es obligatoria.

Jean Brierre y los asilados en la embajada de Haití
Sin sombra... es parte de la saga iniciada con Espérenme que ya vuelvo


El general Quaranta


El general Domingo Quaranta era el jefe del Servicio de Informaciones del Estado que en junio de 1956 a la cabeza de un grupo armado irrumpiría en la embajada de Haití, en la localidad de Vicente López.

Vicente López era el nombre del autor del himno nacional argentino y no tenía la menor relación con Haití.

Haití, que en lengua taína significa “montaña en el mar”, es el nombre del primer país americano que en un mismo acto declaró su independencia y abolió la esclavitud.

Con el tiempo, gracias a la tala indiscriminada de los bosques, la sobreexplotación de sus recursos, el monocultivo y la ayuda internacional, llegó a ser un exótico desierto tropical en el que las lluvias arrastran periódicamente toneladas de barro de las laderas de las montañas, sepultando las casas y sus habitantes. Ostenta varios récords: el de pobreza, el de mortalidad infantil, el de analfabetismo, el de enfermos de Sida, y así.

Tampoco nada de esto tiene la menor relación con el autor del himno nacional argentino ni con la localidad de Vicente López.

Dos años antes de que el general Quaranta descubriera que existía en el planeta tierra algo llamado Haití, el gobierno de ese país decidió comprar una casa en la localidad de Vicente López.

El gobierno de Haití no se dedicaba a las operaciones inmobiliarias: necesitaba esa casa para residencia de su embajador.

El embajador del país más pobre de América se disponía a pasar un par de plácidos años en la París del Plata, capital del que en 1954 era indiscutiblemente el más próspero país latinoamericano.

El doctor Jean Brierre estaba muy lejos de imaginar que dos años después daría asilo a siete de los conspiradores involucrados en el intento de golpe de estado dirigido por el general Juan José Valle.

Ocurrió así: a media tarde del lunes 11 de junio dos personas golpearon las puertas del chalet de Vicente López, aprovechando la distracción, el desinterés o acaso la complicidad del policía de consigna en la vereda de la embajada. Eran el teniente coronel Alfredo Salinas y el gremialista Efraín García. Habían participado del levantamiento y solicitaban asilo político. El joven doctor Brierre se los otorgó de inmediato y sin necesidad de pensarlo mucho: el día anterior, en una comisaría de Lanús, habían sido ultimados el teniente coronel José Albino Irigoyen, el capitán Jorge Miguel Costales, Dante Hipólito Lugo, Clemente Braulio Ros, Norberto Ros y Osvaldo Alberto Albedro.

El Dr. Brierre no lo podía creer y así se lo había dicho a su esposa, Therese: “No lo puedo creer”, pero en francés.

Como para que el doctor Brierre terminara de creer lo que estaba ocurriendo, esa misma mañana del lunes 11 eran fusilados en Campo de Mayo los coroneles Eduardo Alcibíades Cortines y Ricardo Ibazeta, los capitanes Néstor Cano y Eloy Luis Caro, el teniente primero Jorge Leopoldo Noriega y el teniente músico Néstor Videla. Pronto le llegarían noticias del fusilamiento en la Penitenciaría Nacional del sargento músico Luciano Rojas, el sargento ayudante Isauro Costa y el sargento carpintero Luis Pugnatti.

¿Qué clase de régimen sería ese, capaz de fusilar músicos y carpinteros? se preguntaba el doctor Brierre, todavía sin conocer la verdadera cantidad de muertos, cuando a media tarde dos aterrados conspiradores se presentaron en la puerta de su casa a solicitar asilo político.

Picha y Canela

El coronel Alfredo Salinas y el gremialista Efraín García fueron alojados en las habitaciones de una construcción anexa al chalet de la embajada de Haití, en la planta alta de un amplio garaje. Una vez instalados, y mientras llegaban noticias de los fusilamientos en la Escuela de Mecánica del Ejército, Therese Brierre les facilitó el teléfono: le costaba poco imaginar el nerviosismo y desesperación de sus esposas y familiares.

Salinas se comunicó con su esposa informándole de la novedad. Rápidamente, la esposa de Salinas habló con las esposas de otros implicados y esa misma noche se fueron presentando en la embajada los coroneles Fernando González y Agustín Arturo Digier, el capitán Néstor Bruno, y el suboficial mayor Andrés López.

El suboficial mayor Andrés López tampoco tenía la menor relación con Vicente López. Eso era lo que le explicaba al doctor Brierre:

–Soy suboficial mayor del glorioso ejército argentino. Presté servicios a órdenes directas del general Perón como encargado del destacamento militar de la residencia presidencial.

–Sí, sí –asintió el doctor Brierre–, pero ¿esto?

–Ah –exclamó López dando un tirón a las correas con las que sujetaba a dos pequeños e inquietos caniches–. Son Picha y Canela. El General los debe estar extrañando un montón.

El doctor Brierre no entendía qué debía hacer con los perros.

–Ellos también tienen derecho al asilo político –insistió López.

Jean Fernand Brierre era un político, intelectual y diplomático muy seguro de sí mismo, pero en esos momentos se sentía vacilar y las palabras no acudían a su boca con la fluidez suficiente como para formar una oración comprensible y medianamente lógica.

El inconveniente del doctor Brierre para armar una oración dotada de la mínima coherencia no estaba en su manejo del idioma castellano sino en su cerebro. El cerebro del doctor Brierre se encontraba en óptimas condiciones, pero no conseguía procesar la clase de información que recibía de sus sentidos. La información que la vista y el oído del doctor Brierre enviaban a su cerebro era que un suboficial mayor del ejército argentino pedía asilo político para dos perros caniche.

La raza es lo de menos, pensó el doctor Brierre, procurando librarse del menor atisbo de discriminación, mientras trataba de recordar si algún tratado internacional contemplaba una situación semejante.

–Mi país le puede dar asilo político –atinó a decir el doctor Brierre mientras en el franco rostro de López se dibujaba una sonrisa de alivio–… a usted, pero los perros…

–¿Usted no tiene chicos? –preguntó sorpresivamente el suboficial mayor López.

–¿Chicos?

–Sí, hijos chicos.

–Ah –comprendió el embajador Brierre–. Sí, tres.

–Los perritos son macanudos, ideales para que jueguen los chicos –dijo López con aire de vendedor de tienda–. Además, están muy bien educados. Imagínese, si son del General…

–Pero el derecho de asilo…

–¡Son los caniches del General! –exclamó López–. Si los descubren los gorilas seguro que los fusilan.

El embajador se detuvo, sorprendido. Ese hombre debía estar en lo cierto: un gobierno que fusilaba músicos, carpinteros y electricistas, era perfectamente capaz de fusilar perros.

–Pase, que le voy a tomar los datos –dijo. Y ante la mirada interrogativa de López, agregó–: Ellos también.

–Fenómeno, esta es Picha, y este, Canela. Pero se los entrego con una condición –repuso López ante el boquiabierto embajador, sorprendido de que el refugiado le pusiera condiciones–: que sus pibes los tengan y jueguen todo lo que quieran, pero en cuanto sea posible, usted me garantice que se los llevará al General.

El embajador asintió.

–Los quiere con locura –añadió López.

Al día siguiente el doctor Brierre se trasladó a la Cancillería a informar formalmente el otorgamiento de asilo a los refugiados en la embajada, aunque absteniéndose de mencionar a Picha y Canela. De regreso, comunicó a los asilados el resultado de sus gestiones: “Habrá que esperar el salvoconducto para que les permitan salir del país”.

Todos respiraron aliviados, incluido el embajador, quien pronto se enteraría de que a las 22.20, después de entregarse para detener la ola de asesinatos, el general Juan José Valle había sido fusilado en la Penitenciaría de Las Heras. Todo terminó, se dijo, y volvió a sus ocupaciones habituales.

Pero no todo había terminado: quince días después, el 28 de junio, Aldo Emil Jofré aparecería ahorcado en la celda de la Unidad Regional Lanús en la que estaba detenido desde la noche del 9 de junio.

Las ocupaciones del doctor Brierre

No es sencillo imaginar cuáles podrían ser las ocupaciones habituales de un embajador, pero sí las del doctor Bierre: a sus 47 años Jean‑Fernand Brierre era un veterano militante anticolonialista que con su poesía celebraba el color de su piel y denunciaba la injerencia norteamericana en Haití.

Ni Salinas, ni García, ni González, Digier, Bruno o López, ni tampoco el canciller Podestá Costa, ni el general Aramburu y mucho menos el general Quaranta tenían la menor idea de que el embajador de Haití, así como lo ven, era, junto a Nicolás Guillén y Aimé Césaire uno de los grandes poetas caribeños que, reivindicando su herencia africana, se proponían recuperar la dignidad escamoteada a los afrodescendientes, sometidos durante siglos a la esclavitud, el desprecio y la discriminación. Autor de Chansons Secrètes, Black Soul y Les Aïeules, mientras los refugiados se distraían con alguna partida de truco, en su amplio despacho Jean‑Fernand Brierre corregía las pruebas de galera de La Source, que sería publicado ese mismo año y es considerada una de las más altas expresiones de la poesía del Caribe.

Fue así que mientras el doctor Brierre corregía las pruebas de galera de La Source, y los asilados llevaban ya dos días jugando al truco y se interrogaban sobre su futuro, en la madrugada del jueves llegó a las puertas de la embajada un hombre de aspecto fatigado, mediana edad y mediana estatura, enfundado en un sobretodo gris. Tras saludar al todavía solitario vigilante de consigna y tocó el timbre del chalet de Vicente López.

“¡Qué de haitianos hay en este barrio!”, se sorprendió el agente de facción, preguntándose qué clase de país sería Haití. Debía estar en Norteamérica, porque el que más veces entraba y salía era todavía más negro que Archie Moore, el campeón mundial de los mediopesados que se encamaba con el que te dije.

Como todos ustedes saben, también los policías tenían prohibido pronunciar el nombre de Perón, aunque para ser exactos, lo que no podían pronunciar era el apellido, porque cualquiera podía decir Juan gozando de la más completa libertad de opinión.

Decir Juan Domingo era otro cantar, y ya nadie se animaba a presentarse en el registro civil para anotar a un Juan Domingo. Le podrían aplicar el 4161.

Visto el decreto 3855/55 por el cual se disolvía el Partido Peronista en sus dos ramas en virtud de su desempeño y su vocación liberticida, y considerando que en su existencia política, actuando como instrumento del régimen depuesto, se valió de una intensa propaganda destinada a engañar la conciencia ciudadana para lo cual creo imágenes, símbolos, signos y expresiones significativas, doctrinas, artículos y obras artísticas, el decreto ley 4161 procedió a penar con prisión de un mes a seis años y multa de quinientos a un millón de pesos la utilización de las imágenes, símbolos, signos, expresiones significativas, etcétera, etcétera.

El decreto 4161 no decía nada acerca de anotar como Juan Domingo a un recién nacido, pero convenía cuidarse en salud. De manera que a los Juanes Domingo se les decía simplemente “Juan”, aunque no faltaban los liberticidas que, desafiantes, los llamaran familiarmente “Pocho”.

Cuando en la madrugada del jueves 14 se presentó en las puertas de la embajada un hombre de mediana estatura y aspecto cansado, el agente de facción que también tenía prohibido decir Perón, no podía saber que se trataba del general liberticida Raúl Demetrio Tanco, que había esquivado casi milagrosamente el cerco de las fuerzas desplegadas por el gobierno para detenerlo. Era, en ese momento, el insurrecto más buscado del país.

Una habitación para el general

Al comprobar que el movimiento revolucionario había fracasado, mientras Valle se refugiaba en el domicilio de su amigo Andrés Gabrielli, en pleno centro porteño, Tanco se había dirigido a Berisso, a casa de Alberto Prodia, quien coordinaba en esa ciudad los grupos civiles de apoyo a la sublevación. Ahí, por boca de Prodia, se enteró de los primeros fusilamientos.

¿Y ahora qué mierda hago?, se preguntó Tanco, solo y aislado en la barriada obrera, donde había conseguido cobijo y comida pero donde también pronto sería descubierto. Poco le costó comprobar cuál era el destino que le tenían reservado sus ex compañeros de armas.

¿Y ahora qué mierda hago?, se repetía el general.

El que sabía qué hacer era un periodista, escritor y viejo agitador político que había tenido que buscar refugio en el Uruguay. Se presentó en el hotel Bristol de Montevideo con un acompañante.

–Vengo a reservar una habitación –dijo–. Para mí y para el general Tanco.

–¿Su nombre?

–Soy el doctor Arturo Jauretche. Y el señor es el general Raúl Demetrio Tanco –insistió–, de nacionalidad argentina.

La noticia de que Tanco había conseguido escapar al Uruguay y se alojaba en el hotel Bristol de Montevideo cruzó muy rápidamente de una orilla a la otra y desconcertó a los organismos encargados de capturar al escurridizo general.

Excepto la Dirección General Impositiva y Obras Sanitarias de la Nación, los organismos abocados a capturar al escurridizo general eran casi todos los del Estado, empezando por la policía de la provincia de Buenos Aires, dirigida por el coronel Desiderio Fernández Suárez, quien a las once de la noche del 9 de junio, dos horas antes de que entrara en vigencia la Ley Marcial, había detenido personalmente a una docena de hombres y ordenó ametrallarlos en un descampado de José León Suárez por considerarlos cómplices de Tanco.

Los agentes de la SIDE, que habían tenido el infortunio de estar presentes, soportaban el estallido de ira del general Quaranta al enterarse de que Tanco se había alojado en el hotel Bristol de Montevideo. Mientras, el verdadero Tanco, enfundado en un sobretodo gris, tomaba en la estación de La Plata un tren con destino a Constitución.

Eran poco más de las 22 horas. En ese momento, a 50 kilómetros de ahí, en el patio de la Penitenciaría Nacional, el general Valle caía abatido por las balas del pelotón de descompuestos infantes de marina encargados de fusilarlo. Había rechazado con desprecio el capote militar que le ofrecieron y enfrentó al pelotón cubierto por el sobretodo de su amigo Carlos Rovira.

Tanco llegó sin inconvenientes a Constitución, donde tomó el 60 que lo llevaría a Vicente López. En la madrugada del jueves, tras caminar desde la avenida Maipú, se presentó en las puertas de la embajada de Haití.

Raúl Tanco sabía tan poco de Haití y de su embajador como cualquier otro, y si se arriesgó a viajar desde La Plata, atravesando después toda la ciudad, esperanzado en encontrar refugio en la embajada de ese pequeño país, fue porque también él estaba en contacto con las aterradas esposas y familiares de los demás refugiados.

También debían estarlo los servicios de inteligencia.

Poco después de que Tanco ingresara a la residencia, ésta fue rodeada por fuerzas policiales que impedían el paso de vehículos y peatones. En su estudio, el doctor Jean Fernand Brierre era continuamente sobresaltado por el teléfono que no dejaba de sonar.

Una y otra vez, del otro lado de la línea, una voz amenazante preguntaba por el hijo de puta de Tanco, así, como lo oyen.

Por la tarde, Brierre pidió a su chofer que preparara el automóvil para llevarlo hacia Buenos Aires; debía presentarse en la Cancillería para agregar el nombre de Raúl Tanco a la lista de asilados políticos. Apenas traspuso las rejas que franqueaban el amplio jardín, advirtió que las fuerzas policiales habían desaparecido. Lejos de tranquilizarlo, el descubrimiento lo llenó de inquietud: también había desaparecido la custodia habitual.

No tenía objeto volver atrás. ¿Qué podía hacer, fuera de reclamar a la Cancillería por el retiro de la custodia? Protestaría personalmente. Y no podía demorar mucho más en agregar a la lista de asilados el nombre de Tanco.

Tanco. Nada menos, se dijo el embajador Brierre.

Nada menos

¡Tanco! ¡Nada menos!, exclamó el general Quaranta.

El general Domingo Quaranta tenía un cerebro de peso standard y volumen aparentemente normal, que no funcionaba con normalidad. Convocó a un grupo de sus hombres e irrumpió en la legación diplomática de Haití en momentos en que, en el Palacio San Martín, el embajador comunicaba que también el señor Raúl Demetrio Tanco, de profesión, militar, se encontraba asilado por el gobierno de Haití.

El grupo de agentes de la SIDE se dirigió directamente a la construcción anexa a la residencia del doctor Brierre y sacó violentamente a los refugiados de las habitaciones que ocupaban sobre el garaje. Las barajas quedaron desparramadas por el piso.

–Pero la puta que lo parió –bufó García. Había recibido 32 de mano.

A los empujones, el contrariado García, los coroneles Salinas, González y Digier, el capitán Bruno, el suboficial López y el general Raúl Tanco fueron llevados hasta la calle y alineados en la vereda, de espaldas al muro de ladrillos de la embajada, y obligados a colocar las manos en sus nucas. Tres de los veinte hombres con que Quaranta había realizado el inusual procedimiento se apostaban en medio de la vereda, con sus metralletas en la cintura, listos a descargar sus ráfagas sobre los detenidos.

–Tanco –murmuraba el sonriente general Quaranta–. Ahora vas a ir a hacerle revoluciones a san Pedro.

Su deficiente cerebro estaba enviado señales eléctricas al general Domingo Quaranta.

Las señales decían: fusílelos acá mismo.

“Acá mismo” era la embajada de Haití.

Los agentes de la SIDE apuntaron sus metralletas, pero Therese Brierre, esposa del embajador, irrumpió a los gritos, tratando de librar a Domingo Quaranta de las señales eléctricas de su deficiente cerebro.

–Antes tendrán que matarme a mí –exclamó la mujer interponiéndose entre los refugiados y las bocas de las metralletas.

El general Domingo Quaranta la apartó de un empujón.

–¡Callate, negra hija de puta! –dijo.

Si la Revolución Libertadora había sido hecha para que el hijo del barrendero fuera barrendero y los suboficiales siguieran siendo suboficiales y no pretendieran dar órdenes a los oficiales, era de sentido común que los negros debían seguir siendo negros, y no embajadores.

El tumulto llamó la atención de transeúntes y vecinos.

–Vamos a la esquina –ordenó Quaranta.

Con las manos entrelazadas detrás de la nuca, los detenidos caminaron en fila india hacia la esquina rodeados de los agentes, ante las miradas de vecinos y curiosos. De haber conocido el barrio, Quaranta habría llevado a los hombres hacia la menos transitada esquina opuesta, donde podría haberlos ametrallado con comodidad, pero nadie puede saberlo todo, y menos que nadie, el jefe de la Secretaría de Informaciones del Estado.

Apenas llegados a la esquina, Quaranta ordenó a los detenidos colocarse contra la ochava. Un par de ráfagas, y listo el pollo, se dijo, cuando un colectivo se detuvo en medio de la calle. El chofer no podía apartar su vista de las ametralladoras de los agentes de la SIDE, de la hilera de hombres con las manos sobre sus cabezas y del grupo de vecinos que aguardaba a prudente distancia, sobre la calle Monasterio. No podía ver el chisporroteo que sus deterioradas terminales nerviosas provocaban en el cerebro del general Quaranta, pero sí podía ver al general, forcejeando en la vereda con una mujer negra.

Negra de mierda

El general Quaranta no llevaba uniforme, por lo que el chofer del colectivo no podía saber que se trataba de un general, pero Therese Brierre era ostensiblemente negra. Una mujer negra, alta y elegante forcejeando en la vereda con un hombre de aspecto desquiciado ante un público compuesto de vecinos, transeúntes y hombres armados, tenía que llamar la atención de cualquiera. Curiosamente, pensó el chofer, los siete hombres alineados sobre la ochava parecían indiferentes al tumulto y permanecían con las manos sobre sus cabezas. El chofer demoró pocos segundos en asociar esa imagen con los fusilamientos que se habían sucedido en los días anteriores.

–Los van a fusilar –gritó, sorprendido y a la vez excitado. No todos los días era posible ver un fusilamiento.

Desde que el 1 de febrero de 1931, cuando los anarquistas Severino Di Giovani y Paulino Scarfó habían caído muertos en el patio de la Penitenciaría Nacional, no había tenido lugar en el país ninguna clase de fusilamiento. Pero en esos días de junio, no se hablaba de otra cosa.

–La puta que lo parió –seguía bufando García–. Tenía 32 de mano.

A su lado, López sonrió:

–Te salvaste. Yo ligué un siete y un seis de espadas.

–Siempre el mismo mentiroso.

–¡Cállense! –gritó Quaranta, apartando una vez más de su lado a Therese Brierre. Al hacerlo, giró a medias y su mirada se cruzó con la del boquiabierto chofer del colectivo. Sobresaltado por el brillo enloquecido de los ojos de Quaranta, el chofer colocó primera. Quaranta lo encañonó con su pistola reglamentaria.

–¡Alto! –gritó. Y rápidamente agregó, dirigiéndose a uno de sus agentes– Incaute ya mismo ese colectivo. Nos llevamos a los insurrectos a otro lado.

Algunos agentes bajaron sin contemplaciones a los pasajeros mientras los detenidos, encañonados por las ametralladoras, subían por la puerta delantera.

El grupo de vecinos se acercaba más y más. Su presencia intimidaba a Quaranta, quien, en prueba de que no había perdido del todo la cordura, creía contraproducente fusilar a los insurrectos en plena calle y ante tantos testigos.

–Vamos –ordenó Quaranta.

Debido al nerviosismo, el chofer desembragó con brusquedad, el colectivo dio un salto hacia adelante y Quaranta estuvo a punto de caer al piso. Se aferró con su mano izquierda al parante detrás del asiento del chofer, al que no dejaba de encañonar con su pistola reglamentaria.

Los hombres y en especial las mujeres del vecindario habían rodeado el colectivo, al que golpeaban con furia.

El rostro de Bruno se ensombreció. Estaba sentado junto a una ventanilla, a la que había abierto apenas, para dejar entrar un poco de aire.

–¿Qué dicen? –preguntó Salinas a su lado.

–Piden que nos fusilen –susurró Bruno.

Ajeno a la popularidad que hubiera tenido el ametrallamiento de los detenidos, prueba de que las gentes distinguidas sí habían perdido completamente la cordura, Quaranta urgía al chofer a alejarse del lugar.

–Vamos, siga para allá.

Varios asientos más atrás, López protestó.

–Nos llevan para el río. Estos hijos de puta nos van a fusilar en la costa.

García cerró los ojos y suspiró.

–Está cortada en Libertador –dijo el chofer que, como López, parecía leer la mente del general Quaranta.

Todo parecía planeado por el mismo diablo peronista para que Quaranta no pudiera cumplir su cometido.

–Vuelva atrás –ordenó al chofer–. Vamos a la capital.

Al llegar a Madero, el colectivo dobló a la izquierda, volvió a doblar en Arenales y subió hacia Maipú.

En la vereda de la embajada, Therese Brierre continuaba gritando, rodeada por los vecinos.

Les salauds! Ils les ont pris pour les tuer! Sans parler du viol de la souveraineté d’Haïti! –exclamó antes de entrar corriendo en la residencia, desde donde se comunicaría con el Ministerio de Relaciones Exteriores de su país, denunciando la violación a la soberanía de Haití a las agencias periodísticas internacionales.

–Negra de mierda –gritaban los elegantes y educados vecinos y vecinas de Vicente López.

El colectivo comandado por Quaranta cruzó por Puente Saavedra y siguió por Cabildo en dirección al centro. Al llegar a Dorrego, dobló hacia José María Campos y entró por una puerta lateral al Regimiento 1, deteniéndose en la sala de guardia, donde los detenidos fueron debidamente identificados.

–Ponga sus pertenencias en un sobre –dijo el oficial de guardia al general Raúl Tanco.

Tanco le dio su billetera, unos pocos billetes, un par de monedas y su pañuelo.

–El cinturón –exige el oficial.

Tanco se saca el cinturón, que junto a sus restantes pertenencias, son metidas en el sobre. El oficial toma una lapicera y escribe. Tanco alcanza a leer:

“Pertenencias de quien en vida fuera el general Raúl Tanco”.


Me deja helado

El ministro de Relaciones Exteriores era Luis Alberto Podestá Costa, un almibarado especialista en Derecho Internacional que no podía creer que veía lo que veía ni oía lo que oía.

Lo que veía era al embajador Brierre, y no era que lo creyera una alucinación. Si bien había asumido su cargo hacía pocos meses, Podestá Costa ya había visto en varias oportunidades al embajador de Haití sin jamás creerlo una alucinación. Claro que nunca antes el doctor Brierre había golpeado el escritorio del doctor Podestá Costa.

El doctor Podestá Costa no estaba acostumbrado a que le golpearan el escritorio pero no era eso lo que lo llevaba a creer al indignado doctor Brierre un producto fantástico de su imaginación. Era lo que el doctor Brierre decía.

Haití es un pequeño país maltratado por la historia, el desvalido chivo emisario de un misterioso pecado original latinoamericano, un insignificante flato en el concierto de las naciones.

–No porque Haití sea una nación pequeña va a permitir semejante atropello –exclamó Jean Brierre ante el desconcertado canciller Luis Alberto Podestá Costa–. Los pequeños países deben ser respetados en forma escrupulosa justamente porque son pequeños, para que el derecho sea un imperativo moral y no de fuerza.

El doctor Podestá Costa no tenía dificultades en escuchar lo que decía el doctor Brierre, pues éste usaba un tono de voz unos cuantos decibeles por encima de los niveles diplomáticos recomendados. Tampoco tenía dificultades para interpretarlo, pues el castellano del doctor Brierre era sorprendentemente bueno y, en todo caso, Podestá Costa hablaba el francés como el mejor catedrático de la Sorbona. Simplemente, el doctor Luis Alberto Podestá Costa estaba incapacitado de creer que el embajador Jean Brierre le estuviese diciendo lo que le estaba diciendo.

–Me deja helado –murmuró el doctor Luis Alberto Podestá Costa–. Nunca pensé que llegarían tan lejos.

El doctor Luis Alberto Podestá Costa se comunicó de inmediato con el general Aramburu y lo dejó helado.

Así lo admitió el propio general Aramburu, aunque se abstuvo de completar la cita: nadie llegaría más lejos que él mismo.

Treinta y un fusilados en dos días es un record difícil de igualar.

Más no se podía hacer

En el regimiento 1, los siete prisioneros, ateridos de frío en el largo banco de madera de la guardia, se incorporaron lentamente. Tanco caminaba con dificultad, sujetándose los pantalones. Fue el único que debió entregar el cinturón.

–Ta que los parió –murmuró, seguro de que se lo habían quitado para humillarlo–. Si me pongo firme frente al pelotón, con los brazos al costado y sacando pecho, para que vean cómo muere un general de la nación, voy a terminar fusilado en calzoncillos.

Morir en calzoncillo no es un buen final para la vida de un militar, un digno corolario de una carrera tan limpia como la suya. Era eso justamente lo que no le perdonaban: nada tenían contra él, más que su adhesión desinteresada al movimiento liberticida, que era más adhesión a la ley y a la Constitución que a las ideas de ningún partido político. Al menos, no se había dedicado a chuparle las medias a nadie con tal de ser condecorado con una medalla de la lealtad por el mismísimo Tirano Prófugo, como hicieron Aramburu y Rojas.

Morir en calzoncillos, pensó con un estremecimiento al recordar que llevaba cuatro días y cuatro noches con la misma ropa interior.

El general Tanco se apoyó contra la pared del patio junto a sus compañeros. Era la tercera vez en el día que se aprestaban a fusilarlos. Sin embargo, tampoco en esa oportunidad llegó la orden, y no porque al general Quaranta le faltaran ganas. Hasta un cerebro de tan deficiente funcionamiento como el del general Quaranta podía comprender que no tenía autoridad para ordenar el fusilamiento de nadie dentro del regimiento y comenzó a pensar si no hubiera sido conveniente cerrarle la boca de un cachetazo a esa negra de mierda y acabar de una buena vez con el asunto en la vereda misma de la embajada.

El general Quaranta se salía de la vaina, pero quienes pronto habrían sido en vida Tanco, Salinas, García, Digier, González, Bruno y el hinchapelotas de López seguían de pie, apoyados contra la pared del patio. Una pared que parecía haber sido construida con el específico propósito de fusilarlos.

Dos soldados a cargo de un suboficial custodiaban a los detenidos. Y de paso al general Quaranta.

Una azarosa combinación de sustancias químicas permitió que el cerebro del general Quaranta hiciera un razonamiento. El razonamiento fue: “Algo pasa, si no llega la orden, ninguna orden”.

En la oficina de guardia retiró el papel en el constaba la entrega de los prisioneros y subió al colectivo. El chofer, ya aterrado por los veinte agentes de la SIDE armados de ametralladoras con los que había compartido la espera, estuvo al borde de una crisis cardiaca cuando el general Quaranta volvió a trepar al colectivo.

–A Plaza de Mayo.

El chofer abrió la boca.

–¿A Plaza de Mayo? –repitió con un hilo de voz.

–Afirmativo –contestó Quaranta.

–Pero eso…

Silenciado por la mirada del general Quaranta, el chofer puso en marcha el vehículo. “A qué mierda querrá ir a Plaza de Mayo”, pensó.

El general Quaranta no se dirigía a Plaza de Mayo a tomar el poder con sus veinte agentes armados de ametralladoras, ni tampoco a ver al presidente. A esas horas, el presidente debía dormir. El presidente había dormido mucho en esos últimos días.

El general Quaranta iba a sus oficinas a aguardar el desarrollo de los acontecimientos. Había detenido al hombre más buscado del país y lo había entregado en una unidad del ejército.

–Más no puedo hacer –dijo Quaranta.

El chofer hizo como que no lo había oído.

¿Se volvieron locos?

En la medianoche del 14 de junio, los detenidos llevaban varias horas contra la pared del patio contiguo a la guardia del regimiento de Patricios. Para Tanco, especialmente, el día había sido demasiado largo y agotador. Sintió que sus piernas ya no lo sostendrían por mucho tiempo. Además, hacía frío y tenía la mano casi congelada de sostener los pantalones por la cintura.

El oficial de servicio se asomó al patio:

–Sargento, traiga a los prisioneros.

Los detenidos giraron hacia la izquierda y en el orden en que estaban, caminaron hacia la guardia. Encabezaba la fila el sindicalista Efraín García.

–El negro –dijo García no bien pisó la guardia. Instintivamente se había detenido, por una fracción de segundo y López casi se lo llevó por delante.

–¿Qué hacés? Caminá.

–El negro –repitió García.

En medio de la sala de guardia, flanqueado por el subsecretario de Relaciones Exteriores, el jefe de Ceremonial del Estado, el general Loza y el teniente coronel Clifton Goldner, el embajador Jean Brierre aguardaba a sus refugiados.

–Le hacemos formalmente entrega de los asilados –dijo con impostada solemnidad el subsecretario.

El doctor Brierre no contestó. Era un caballero y un representante diplomático. Hubiera estado fuera de lugar mandar a la mierda a un alto funcionario de la cancillería argentina.

López se plantó delante del embajador Bierre y se cuadró como si el embajador Brierre fuese el mismísimo general Perón.

–Lamento no haber podido cumplir con el compromiso que contraje con su país –dijo en voz fuerte y clara.

¿Qué compromiso?, se preguntó el embajador, pero temiendo que López tuviera más perros que asilar, no preguntó nada y lo miró interrogativamente.

–Al solicitar asilo político me comprometí con el gobierno de Haití a no hacer declaraciones –explicó López.

Los demás detenidos asintieron.

–Nos interrogaron y nos hicieron firmar.

Brierre abrió muy grandes los ojos y se volvió hacia el subsecretario de Relaciones Exteriores. La intervención del coronel González lo dejó con la palabra en la boca.

El coronel González sacó pecho:

–Lo único que declaré es que estoy bajo la protección del gobierno de Haití. Y me negué a firmar cualquier papel.

–Es cierto, no firmó nada –confirmó López, que había adquirido cierta familiaridad con el embajador y ya se sentía asistente suyo. En cualquier momento le organizaría la custodia de la embajada.

El embajador seguía escuchando. Al fin alcanzó a cerrar la boca y se volvió hacia el subsecretario de Relaciones Exteriores:

–Lo que han hecho constituye una inadmisible violación del derecho de asilo. Entrégueme ya mismo esas declaraciones.

El subsecretario de Relaciones Exteriores miró al jefe de Ceremonial del Estado. Si esperaba una respuesta, un consejo o una directiva, el desconcertado subsecretario no la conseguiría: el jefe de Ceremonial del Estado no podía ordenarle nada pues era su subordinado.

Desolado, el subsecretario recordó el salto en el asiento que había dado el canciller Luis Alberto Podestá Costa al recibir la llamada del embajador de los Estados Unidos.

El embajador de los Estados Unidos ya no era Spruille Braden sino Willard L. Beaulac, quien la semana anterior había reemplazado al frente de la legación a Albert F. Nufer.

–¿Se volvieron locos? –preguntó el embajador Beaulac, a quien en su azoramiento el canciller Podestá Costa confundió con Nufer.

Los únicos privilegiados

El año anterior, a las 10 de la mañana del 16 de junio de 1955, poco antes de que el Beechcraft AT11 piloteado por el capitán de fragata Néstor Noriega lanzara la primera bomba sobre Plaza de Mayo, el embajador Albert F. Nufer se había presentado en Casa de Gobierno para hacer entrega al presidente argentino de un obsequio del presidente norteamericano Dwight Eisenhower: dos revólveres, reliquias de la guerra de secesión.

Los revólveres de la guerra de secesión eran de acción simple y sus cañones carecían de estrías, por lo que afinar la puntería más allá de los 20 metros era casi como encomendarse a Dios; aun de encontrarse en perfectas condiciones de uso, no le habrían sido de ninguna utilidad a Perón para repeler a los veinte monomotores biplaza North American AT‑6, los seis bimotores de observación y bombardeo Beechcraft AT‑11 y los tres bombarderos anfibios Catalina con los que la Marina de Guerra intentaba matarlo bombardeando la Plaza de Mayo.

De todas formas, el canciller Luis Alberto Podestá Costa estaba convencido de que el embajador Albert F. Nufer también era peronista, pero siendo el embajador de los Estados Unidos, era perfectamente lógico que al creer estar escuchando su voz diera un salto en el asiento.

–¿Se volvieron locos? –había preguntado el embajador Beaulac con la voz del embajador peronista Albert F. Nufer, justo en el mismo momento en que el embajador peronista Jean Brierre golpeaba la tapa de su escritorio formulándole la misma pregunta.

Con aire abatido, el subsecretario de Relaciones Exteriores exhaló un profundo suspiro.

–Entregue al señor embajador las declaraciones de estos siete individuos –dijo al general Loza.

–Yo me negué a declarar –insistió el coronel González–. Y no firmé nada.

–De estos seis individuos –corrigió el desconsolado subsecretario de Relaciones Exteriores.

El general Loza reprimió su deseo de vaciar el cargador de su pistola Ballester Molina sobre el embajador de Haití, el subsecretario de Relaciones Exteriores, el jefe de Ceremonial del Estado y los siete insurrectos, incluido el que no había firmado nada, y ordenó al teniente coronel Clifton Goldner que trajera las declaraciones. El teniente coronel Clifton Goldner se lo ordenó al oficial de guardia, el oficial de guardia repitió la orden al sargento de guardia, quien la repitió al cabo, el cabo a un soldado y así sucesivamente hasta que, de regreso y escalando escrupulosamente la línea de mando, las declaraciones de los insurrectos llegaron a manos del embajador Jean Brierre.

El embajador Jean Brierre tomó los papeles entre los largos dedos de su mano derecha y con la izquierda procedió a rasgarlos en forma vertical. Los dobló a continuación en dos y siempre con la mayor parsimonia y ostentación los metió en el bolsillo derecho de su saco.

–Suban a los automóviles de la embajada –dijo a continuación.

Precavido, a fin de poder trasladar a todos los asilados, el embajador había concurrido acompañado de su secretario privado, quien llevaba su propio automóvil.

–Antes, que nos devuelvan las cosas –reclamó Tanco, que seguía sujetándose los pantalones con una mano.

–Señor embajador –susurró meloso, ajeno al reclamo de Tanco, el subsecretario de Relaciones Exteriores–, le recuerdo que únicamente su automóvil tiene inmunidad diplomática.

El suboficial de guardia retiró los sobres de un armario y fue entregando los contenidos a cada uno de los interesados.

–El gobierno argentino –proseguía diciendo el subsecretario de Relaciones Exteriores– no puede garantizar la seguridad de quienes viajen en el automóvil de su secretario particular.

López miró con sospecha al secretario del embajador mientras el suboficial de guardia le entregaba sus pertenencias al general Tanco.

–Démelas con el sobre –dijo Tanco con aire distraído.

El suboficial estuvo a punto de obedecer el pedido del general que, tras tantos años de vida militar, había sonado a orden, pero lo pensó a tiempo. Retiró el contenido del sobre, entre el que se encontraba el ansiado cinturón, sonrió con picardía y tiró al cesto de la basura el sobre que había contenido las pertenencias “de quien en vida fuera el general Raúl Tanco”.

Los asilados se dirigieron hacia el Cadillac de la embajada seguidos del embajador, quien continuaba flanqueado por el subsecretario de Relaciones Exteriores y el jefe de Ceremonial del Estado. Al llegar al automóvil, se produjo un momento de confusión. El vehículo era amplio, pero ellos eran siete, sin contar al chofer y al propio embajador.

El chofer abrió la puerta trasera para dar paso al embajador. Tras él lo hicieron García, Salinas, Bruno y González, mientras Digier, López y Tanco se ubicaban en el asiento delantero.

Atrás, González no terminaba de subir ni, mucho menos, de cerrar la puerta.

–Che, córranse un poco –dijo González.

Los demás se apretujaron lo más posible, pero recién cuando García se sentó en las rodillas del embajador, González pudo cerrar la puerta.

Mientras el automóvil salía del cuartel y tomaba por Dorrego, solitaria y en penumbras, todos se mantuvieron en silencio, casi conteniendo la respiración. Al llegar a Avenida Libertador el Cadillac dobló a la izquierda y avanzó a toda velocidad. Estaban ya en marcha rumbo a Vicente López, sin haber sufrido ningún inconveniente.

López, sentado sobre las piernas de Tanco, se dio vuelta y miró a García, subido a las huesudas rodillas del doctor Brierre.

–Ya decía yo que en el peronismo los únicos privilegiados eran los sindicalistas.

Climas acordes con su organismo

Por consejo del embajador Brierre, los salvoconductos de los asilados no fueron expedidos para que se dirigieran a la cada vez más empobrecida República de Haití sino a Venezuela que, por entonces, disfrutaba de bastante prosperidad debido al alza de los precios del petróleo.

Naturalmente, el embajador se abstuvo de pedir los salvoconductos para Picha y Canela, pero tiempo después se ocuparía de llevarlos personalmente hasta Caracas, una vez que se viera obligado a abandonar la legación diplomática de Haití en Buenos Aires.

Debido a su decidida intervención a favor del derecho de asilo, que salvó la vida de los refugiados, Jean Fernand Brierre fue declarado persona no grata por el presidente Pedro Eugenio Aramburu, el vicepresidente Isaac Francisco Rojas y el canciller Luis Alberto Podestá Costa, y tuvo que abandonar el país.

Por su parte, el embajador estadounidense Willard L. Beaulac, que había bregado por el respeto al derecho de asilo con casi tanta vehemencia como Brierre, no sufrió ninguna clase de represalia.

–El peronista era el otro –explicó Luis Alberto Podestá Costa aludiendo al ex embajador Albert F. Nufer. El presidente Aramburu y el vicepresidente Rojas asintieron con gesto de comprensión: hasta donde sabían el embajador Williard L. Beaulac no había sido objetado por el periódico La Vanguardia.

Desde 1896 La Vanguardia era el órgano oficial del Partido Socialista. A través de los años había sido dirigido por Juan B. Justo, Nicolás Repetto, Enrique Del Valle Iberlucea, Mario Bravo, etcétera, etcétera.
A partir de su reaparición el día 20 de octubre de 1955, luego de ser clausurado por el Tirano Prófugo, había asumido la dirección Américo Ghioldi.

Desde las páginas de La Vanguardia Américo Ghioldi se convirtió en el campeón de la Revolución Libertadora, pero no era el único socialista empeñado en la defensa a ultranza del nuevo régimen: el socialista Alfredo Palacios había sido designado embajador en Uruguay, José Luis Romero era interventor en la Universidad de Buenos Aires, Rómulo Bogliolo integraba el Directorio del Banco Central, Leopoldo Portnoy era director nacional de Política Económica y Financiera, Arturo L. Ravina secretario de Economía y Finanzas de la Municipalidad de Buenos Aires, Andrés Justo administrador de Transportes de Buenos Aires, Andrés López Acotto, director de Vigilancia de Precios de la Provincia de Buenos Aires, Carlos Sánchez Viamonte, miembro de la Comisión de Estudios Constitucionales designada por el gobierno para anular la Constitución, Nicolás Repetto, Ramón Muñiz, Alicia Moreau de Justo, nada menos que compañera sentimental del Fundador, y el propio Américo Ghioldi, integraban la Junta Consultiva Nacional, organismo asesor del gobierno militar presidido por el vicepresidente Isaac Francisco Rojas.

Y así.

Los socialistas en general y Américo Ghioldi en particular, convencidos de que la letra con sangre entra, celebraban el agotamiento de la leche de la clemencia cuando vino a aparecer el embajador de un país intrascendente a arruinarles el escarmiento.

En el editorial de La Vanguardia del 16 de junio Américo Ghioldi se congratulaba de la generosidad del gobierno argentino, que había tenido la deferencia de entregar al impertinente embajador de Haití a los insurrectos arrestados en la casa particular del embajador no obstante, escribió el director, “no tener signo exterior que lo identificara como una sede que goza de los derechos de extraterritorialidad”, ya que Jean Brierre “se había mudado hacía pocos días” y que a pesar de todo el gobierno había hecho entrega de los detenidos, “incluyendo el general Tanco”, se escandalizó Ghioldi, “a quien seguramente le correspondía la aplicación de la pena de muerte”.

Al indignado embajador Brierre le costó poco demostrar la falsedad de las afirmaciones de La Vanguardia: vivía en la residencia de la calle Monasterio desde hacía dos años, la casa tenía visibles en su frente el escudo y la bandera de Haití, lo que hacía inverosímil “que los asaltantes que invadieron mi casa fuertemente armados para cumplir su vandálico acto pudiesen ignorar que estaban violando una sede diplomática”.

La desfachatez del negro hijo de puta indignó a Américo Ghioldi, que contestó la nota señalando que el embajador “es un conspicuo admirador de Juan Domingo Perón y de Eva Perón y que el chalet donde funciona la embajada se lo alquiló a un peronista prófugo en la actualidad, hombre que ha andado en negocios con los primates del peronismo”.

En obvia sintonía ideológica con Domingo Quaranta, Américo Ghioldi acabó alegrándose de que “la esposa y un hijo del embajador, a quienes no les sienta bien nuestra ciudad, se ausentan en estos días del país rumbo a climas cálidos acordes a su organismo”.

Cuando el 19 de julio el embajador abandonaba definitivamente nuestro país, Américo Ghioldi anunció exultante que “a los argentinos libres no les sienta bien la presencia del embajador Brierre, cuyas actividades y juicios peronistas hemos puntualizado en un comentario reciente. De modo pues que todos saldremos ganando con el viaje del embajador”.

Pocos días después, un sonriente suboficial López recibía en Caracas a Picha y Canela, los caniches del General. Los había llevado personalmente el doctor Brierre.

López abrazó efusivamente al embajador.

–No sabe lo agradecido que le estoy –con lágrimas en los ojos, López se cuadró–. La República de Haití, a la que le debo la vida, puede contar conmigo en cualquier circunstancia. Doctor Brierre, desde ya, estoy a su disposición.

Por un momento, Jean Brierre pensó si la experiencia del suboficial argentino no sería valiosa para el pueblo haitiano, empeñado en una nueva lucha contra una nueva dictadura. Pero desechó la idea rápidamente y se despidió de López, a quien ya no volvería a ver.

–Dele mis saludos al presidente Perón –dijo Brierre.

–¡No sabe lo contento que se va a poner!

Los hombres de la bolsa

La perrita Picha falleció en Ciudad Trujillo, donde Perón debería refugiarse luego de verse obligado a escapar de Caracas. Perón pidió una pala y en el jardín del hotel, al pie de un árbol, cavó un pequeño hoyo, depositó el cuerpo de la perrita, lo cubrió de tierra y la sembró con semillas de flores argentinas que el periodista Américo Barrios le había llevado desde Buenos Aires.

Ciudad Trujillo era la capital de República Dominicana, donde el generalísimo prócer de la patria Rafael Leonidas Trujillo aceptaría asilar a Perón cuando en Venezuela un golpe de estado acabara con la presidencia de Marcos Pérez Jiménez.

El generalísimo prócer de la patria Rafael Leonidas Trujillo era el sangriento autócrata que gobernaba el país y Ciudad Trujillo el nombre con el que, en 1930, tras una noche de excesos, había rebautizado a Santo Domingo.

La República Dominicana ocupa los dos tercios orientales de la isla La Española, descubierta por Cristóbal Colón un 12 de octubre de 1492.

Cristóbal Colón era un comerciante genovés que al servicio de España se internó en el Atlántico para llegar a Japón. En el camino se topó con una isla a la que nombró La Española. Es constantemente recordado y homenajeado por un acto involuntario que los indios taínos habían llevado a cabo voluntariamente 800 años antes y sin tanta alharaca.

El tercio occidental de la isla descubierta en el siglo VII por los indios taínos es ocupado por Haití, donde en esos momentos era derrocado el general Paul Eugène Magloire y pronto asumiría la presidencia el médico François Duvalier, quien con el tiempo sería conocido como Papá Doc y tenido como la auténtica encarnación del Barón Samedi.

El Barón Samedi es uno de los espíritus intermediarios entre los hombres y Bondye, el regente del mundo sobrenatural. Pero no es un espíritu cualquiera, sino un omnisciente espíritu de la muerte y el sexo violento, un obsceno y siniestro dios del porno duro aficionado a la ingesta excesiva de ron.

Samedi tiene también el don de la resurrección. Si lo encontramos de buen humor, puede prolongarnos la vida indefinidamente. En caso contrario, cavará antes de tiempo nuestras tumbas, donde seremos enterrados vivos o, peor todavía, nos convertirá en zombies, muertos vivientes eternamente a su servicio.

De recordarse el carácter sádico del Barón, su afición al sexo y los numerosos símbolos fálicos de los que se rodea, se advertirá, sin necesidad de ulteriores comprobaciones, lo dolorosa que puede llegar a ser la existencia de un zombi.

Extrañamente, el Barón es tenido por ser un juez tan cruel y sádico como sabio, y un gran mago de comportamiento grosero y libertino que no niega su amor a ninguna mujer hermosa.

Para el Barón Samedi, todas las mujeres de la tierra son hermosas.

Para cumplir sus fines, tiene bajo su control una legión de espíritus. Visten de negro y usan anteojos oscuros, como el propio Barón, al que ayudan a llevar a los muertos al mundo terrenal.

Françoise Duvallier tenía a su servicio una legión de espíritus que lo ayudaban a llevar a los vivos al mundo de los muertos.

Los espíritus al servicio de Françoise Duvallier vestían de negro como él y también llevaban anteojos para el sol. Formalmente llamados Voluntarios de la Seguridad Nacional, eran conocidos como Tonton Macoutes, literalmente, “los hombres de la bolsa”.

En los casi 30 años en los que el Barón Samedi y su hijo reinaron en Haití, los hombres de la bolsa despacharon hacia el mundo de los muertos a más de 150 mil almas.

Négrerie

Jean‑Fernand Brierre, quien había pasado 9 años en prisión durante sucesivos gobiernos conservadores a raíz de sus actividades políticas, estuvo a punto de ser una de las almas que los hombres de la bolsa trasportaban al mundo de los muertos, pero ha de haber encontrado al Barón de buen humor ya que, tras otros cuatro años de cárcel, fue expulsado de su país y se refugió en Jamaica.

En 1964 el autor de Black Soul, Dessalines nous parle, La Source, Le drapeau de Derain, Chansons secrètes, In the Citadel’s Heart, Pétion y Bolívar, Adiós a La Marsellesa, se radicó en Senegal.

La república de Senegal había proclamado su independencia el 20 de agosto de 1960. El presidente del flamante país era Léopold Sédar Senghor, un poeta que en 1934, en París, había creado junto a Aimé Césaire, Léon Gontran Damas y Jean‑Fernand Brierre la revista “L'Etudiant noir”, en la que el grupo desarrollará la idea de la negritud, introducida por Césaire en su obra Négrerie.

Para la época en que Jean Brierre se radicaba en Senegal, en el hospital de la ciudad de Argel otro miembro del grupo y viejo amigo de Brierre y de Césaire, el médico siquiatra Franz Fanon, realizaba importantes estudios sobre los efectos desquiciantes del colonialismo en las psiquis de los colonizados y colaboraba activamente con el Frente de Liberación Nacional de Argelia.

El doctor Brierre no necesitó leer los estudios de su amigo sobre los efectos desquiciantes del colonialismo: había sido testigo de ellos.

En Senegal, Brierre fue director de la programación cultural de la Radiodifusión Nacional, directivo del Departamento de Artes y Letras, y consejero del Ministerio de Cultura. Entre otras obras, publicó Découvertes, Nouveau Black Soul, Aux Champs pour Occide, Images d'argile et d'or, Un Noël pour Gorée, Sculptures de proue, Un autre monde.

Ya anciano, regresó a Haití, desde donde, sin ayuda del Barón Samedi, se trasladó hacia la tierra de los muertos en el transcurso de la noche del 24 al 25 de diciembre de 1992.

En mérito a su importante labor cultural, Senegal impuso en 1998 el premio “Jean Brierre de Poesie”, destinado a fomentar las inquietudes de jóvenes escritores africanos y americanos.

En la Argentina, el doctor Jean Brierre y su esposa Therese, insultados por generales, diplomáticos y dirigentes socialistas, son a veces recordados en los actos de agradecimiento peronistas como los negros de alma blanca que salvaron la vida de los siete refugiados en la embajada de Haití.

Mayor falta de respeto, imposible.

Extraído de: www.pajarorojo.info